El 1 de diciembre de 2003, todos los grupos parlamentarios salvo el gobernante rindieron homenaje a las víctimas de la guerra civil y el franquismo. Un homenaje tardío pero necesario, en el camino de la restitución moral de la dignidad política e ideológica a quienes lucharon por el republicanismo español. Una conmemoración que tiene como origen la dudosa declaración oficial del 20 de noviembre de 2002 —un intento por controlar las energías vertidas en la llamada “recuperación de la memoria histórica”— y que pretende suplir los largos años de abandono institucional a la causa de la presencia pública de los represaliados por la dictadura franquista.

Si hay algo que ha caracterizado la relación entre presente y pasado en los últimos veinticinco años ha sido la carencia de unas políticas oficiales de la memoria. El paradigma fundacional de la transición a la democracia, la “reconciliación nacional”, trajo consigo un necesario pacto por la no instrumentación política del pasado. Pero una consecuencia de todo ello ha sido la inexistencia de políticas hacia la historia reciente, escudada en justificaciones como la pretensión de “no herir sensibilidades”. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial todos los países europeos han tenido, antes o después, que articular una política hacia el pasado, una visión oficial de la historia más o menos reciente, para sobrellevar o instrumentar una historia más o menos incómoda. En el Viejo Continente, la rememoración masiva del exterminio de los hebreos y, en general, de los crímenes totalitarios, no tuvo una fuerte presencia en el espacio público antes de los años Ochenta. Pero partir del “deshielo”, y en buena medida ante la demanda de configuración de unas políticas sociales de la memoria, unas políticas de duelo y aprendizaje colectivo, este debate ha tenido una consecuencia directa, más allá del mundo académico e intelectual: la expansión del término de “memoria” aplicada a los grupos sociales —en muchos momentos, autorreconocidos como “víctimas”— que, como se ha visto para temas tan espinosos como el del genocidio, entronca con las necesidades de legitimación, justificación o reivindicación de las identidades colectivas. La memoria, así, ha servido para remover las brasas de las identidades nacionales: de tal modo, cada vez tenemos una perspectiva menos partisana de la historia italiana (según la cual el fascismo de Mussolini había sido un “paréntesis”), menos antifascista de la de Alemania (un mito construido para librar al país de la responsabilidad del Holocausto), y, en general, menos “progresista” de la Europa del período de Entreguerras. Ni el colaboracionismo de la Francia de Vichy, ni el de la Austria del Anchluss, ni el de los países ocupados por el Tercer Reich pueden separarse ahora de la memoria nacional y de su trayectoria histórica. Y, de igual modo aunque con diferente signo, la historia oficial de la más represiva —en tiempo de paz— dictadura europea, la franquista, está siendo removida por la “memoria histórica”.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que desde cualquier punto de vista (cultural, sociológico, antropológico, histórico) la premisa de partida a la hora de hablar de memorias colectivas, sociales o históricas radica en que no se puede estudiar la memoria del grupo sino la memoria en el grupo. No existe una memoria colectiva en términos estrictos, desde el momento en que no consideramos la sociedad como un ente orgánico, esto es, que pueda tener memoria propia. Por tanto, si se hace uso de tal concepto hay que aclarar de entrada que se trata de un convencionalismo terminológico abierto a la interpretación, así como el hecho que, en tantas ocasiones, las percepciones colectivas del pasado son generadas desde el presente, muchas veces con intencionalidad política, y que por tanto ni la memoria es neutral, ni existe solamente una sino más bien diferentes “memorias en conflicto”. La “memoria social” es más bien recuerdo público; por tanto, en una sociedad no hay una memoria sino varias, tantas como identidades grupales, que muchas veces entran en contradicción.

Esa memoria o percepción colectiva del pasado no tiene por qué ser reivindicativa. Pero tantas veces lo es, y casos como el actual español o el de las antiguas repúblicas socialistas —dos casos de naciones en las que a lo largo de su trayectoria histórica han existido memorias contrapuestas pero sin debate público de las mismas, por la inexistencia de espacio público para hacerlo— vienen a demostrarlo. En casos particulares como el de la experiencia traumática en el pasado, esta construcción de la identidad propia y de la explicación del pasado individual a través del espejo de lo colectivo adquiere, por tanto, caracteres discursivos de “devolución” o de “recuperación” ya que, en buena lógica si se trata de interpretaciones, paradigmas o cosmovisiones que han sido excluidas del imaginario colectivo y la representación social del pasado, tal memoria ha sido previamente proscrita. Si, además, existe la percepción de que no ha sido reclamada o incorporada a la comunidad, el camino a la “reivindicación” estará abierto, como en el caso español. En definitiva, lo que en este debate abierto se está expresando como “memoria histórica” en España no es otra cosa que la presencia en el debate público —en medios de comunicación, en homenajes institucionales— de la versión no oficial del franquismo, así como la presunta necesidad de “dar caras” a algo tan relevante como la guerra española y la represión franquista. Relevante, ante todo, tanto por su larga sombra y profunda huella entre los que la vivieron como por la imposición, diríamos cultural y simbólica, de una identidad colectiva sobre los vencidos.

La pública reivindicación de las identidades colectivas “derrotadas”, así como la restitución simbólica de lo que se aprecia como exclusión injusta, son las bases por tanto de la “recuperación de la memoria histórica” a la española. Lo que se plantea, desde esta historia “desde abajo” española, no es la insuficiencia de estudios sobre la represión franquista. Es la supuesta carencia de “conciencia histórica” al respecto, debido a las insuficientes “políticas de la memoria”. Ciertamente, la guerra civil sigue siendo un tema espinoso, ante todo porque la dictadura instrumentó durante largos años un uso público de la historia exclusivo y excluyente y no reconciliador. La guerra era el principio fundacional del Régimen, aunque sus métodos no fuesen particularmente venerables. De hecho, la presencia pública actual de la guerra y la represión franquista ejerce un poderoso sentimiento de deslegitimidad hacia el poder de Franco, tanto en las generaciones crecidas bajo la dictadura y sus férreos sistemas de control cultural como en los nacidos o crecidos en democracia, los “nietos de la guerra”. Ahora, ante el inminente fin de la “memoria viva”, del testimonio directo, y frente a las “políticas de la memoria” insuficientes y derivadas del pacto por la no instrumentación política del pasado cuyo origen es el mismo que el de la transición a la democracia (pongamos la fecha que pongamos), la “memoria histórica” de la izquierda ha crecido y se ha movilizado públicamente. Y esto ha dejado su señal en muchos ámbitos.

De hecho, esa es una tónica de este momento: una batalla por el monopolio de la memoria que tiene reflejos en ambos lados del espectro político —y, claro está, el editorial: no puede entenderse el auge revisionista si no es a través del cuestionamiento deslegitimador del franquismo planteado por la “memoria histórica” en la opinión pública—. En ese sentido, cabe decir que la falta de rigor que comienza a abundar entre los trabajos histórico-periodísticos es escandalosa, y no sólo entre legitimadores retroactivos del régimen franquista: la cantidad de parásitos que aletean en derredor de la historiografía y el trabajo de campo —vaciar archivos, recopilar testimonios grabadora en mano (y no copiarlos), abrir fosas comunes— es tan grande cuanto más ventas de libros y prestigio público se puedan obtener encubiertas en perífrasis rimbombantes como “quitar mantos de silencio”, “desvelar la verdad” o “romper con los mitos”. En ese sentido, los efectos de la actual “sed de memoria” están alcanzando no sólo a la revisión del pasado por motivos presentistas, sino también a la creación de una bibliografía de divulgación que comparte con el revisionismo su desinterés por la más mínima seriedad investigadora, publicando libelos sobre las más variadas —y, generalmente, desconocidas por el autor— formas de represión bajo el franquismo.

Una de ellas, por suerte aún no explorada por ninguno de estos redentores mediáticos —que obtienen pingües beneficios de todo ello—, es la de los campos de concentración franquistas. No voy a detenerme en explicar qué fueron y qué significaron. Pero sí quiero señalar que la carencia de políticas reales de la memoria ha traído consigo que una de las mayores redes concentracionarias de Europa (la mayor de la Europa meridional) haya caído en el limbo del abandono. En vez de la potenciación de los lugares de la memoria —si bien este sea un tema complejo, para el que recomiendo leer al creador de este concepto, Pierre Nora— los campos franquistas han sido engullidos por el olvido, hasta el punto de no aparecer, salvo en un par de momentos, en las múltiples declaraciones surgidas al calor del homenaje parlamentario. Lo que en Europa ha sido motivo de rememoración y duelo —no exento de instrumentación política—, los sistemas concentracionarios, aquí es lugar para una reflexión de tono contrario, y contrariado. Tan sólo dos de los 104 campos estables de prisioneros tienen algún tipo de recordatorio: Albatera y Miranda de Ebro. Pero, ¿y el Monasterio de San Pedro de Cardeña, en Burgos? ¿Y el fastuoso Parador Nacional de San Marcos, en León? ¿Y el hoy sede universitaria Palacio de La Magdalena, en Santander? ¿Y la Academia General Militar, en Zaragoza? No basta con las declaraciones institucionales, los discursos y las fotografías de grupo. Para resituar definitivamente al franquismo y su violencia en el imaginario colectivo de manera que abarque la percepción y la carga emocional acarreada por los represaliados, es necesario articular políticas de la memoria, de la conmemoración y el duelo. Algo que está grossomodo incluido en la declaración parlamentaria del 20 de noviembre de 2002, la que condenó oficialmente la violencia franquista, pero que aún no ha tenido cristalización real.

* Doctorando en Historia Contemporánea en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Autor de Los campos de concentración franquistas. Entre la historia y la memoria (Siete Mares), y colaborador en Una inmensa prisión. Los campos de concentración y las prisiones durante la guerra civil y el franquismo.(Crítica). Actualmente prepara la edición del volumen La dialéctica de las armas. Culturas y políticas de la violencia en la España del siglo XX (Siete Mares). Una versión ampliada de este artículo, en la revista Historia del Presente, n. 3, con el título «Los mitos de la derecha historiográfica. Sobre la memoria de la Guerra Civil y el revisionismo a la española».