Las declaraciones bienintencionadas acompañan a las leyes del suelo desde su nacimiento, allá por 1956 en España. En los diversos textos iniciales, refundidos, corregidos, democratizados, se apuesta por la lucha contra la especulación, se defiende la función social de la propiedad, se pormenoriza todo aquello que se refiere a la justa valoración de los suelos en el mercado de las permutas, expropiaciones (¡raro suceso!), compensaciones… La poesía y la prosa conviven amigablemente en esos legajos redactados con una terminología de difícil comprensión para la mayoría ciudadana, incluidos los representantes políticos y los titulados universitarios. Los sutiles matices del vocabulario jurídico excluyen así a quienes desprecian el «escandaloso agio a que están sometidos los terrenos urbanos o semiurbanos» como decía un ministro del círculo franquista al anunciar en 1955 la inminente aprobación de la primera ley del suelo. Mantienen alejados, por lo tanto, a la mayor parte de la ciudadanía.

El control social del territorio, una aspiración legítima en un estado derecho, ha sufrido limitaciones cada vez mayores a través de las sucesivas modificaciones legislativas aprobadas en España desde 1994, tanto en el Parlamento estatal como en los autonómicos. La liberalización que se ha ido imponiendo con distintas cadencias, se expresa y se justifica en términos de agilización de la construcción, de eliminación de trabas para los promotores, de facilidades para quienes desean ayudar a resolver el problema histórico de la vivienda.

A pesar de la proliferación de estos textos, todos «bienintencionados», los desastres ocurridos en el territorio se han multiplicado. La especulación suele ser la desgracia más citada gracias a los escándalos públicos que ha protagonizado, a las reiteradas estafas que la acompañan y a la perversión del derecho fundamental a la vivienda que se ha convertido en el negocio más suculento del mercado. Los precios inmobiliarios se superan cada día como sucede con el petróleo y sus derivados. Pero la aplicación «blanda» de la legislación afecta a algo aún más fundamental, la persistencia de la vida en todas sus manifestaciones. El proceso de conversión del territorio en solar se ha acelerado en los últimos cincuenta años y ha supuesto la desaparición de los espacios necesarios para la vida y de los suelos dedicados a conseguir alimentos saludables, accesibles por la proximidad y el precio. La proliferación los cultivos transgénicos es una amenaza que producirá también nuevos modos de intervención territorial al estilo de los incendios ibéricos que han abundado durante décadas como formas de abono para los cultivos urbanos de cemento y ladrillo.

El borrador de la nueva Ley estatal del Suelo que se discutirá en el parlamento español y que ya se ha publicado, se refiere a una larga tradición, cincuenta años, en la que se ha conservado, por inercia, el estilo y los modos urbanísticos ( «las grandes instituciones urbanísticas actuales conservan una fuerte inercia respecto de las concebidas entonces» dice el apartado de «Exposición de motivos»). La Ley se centra en una preocupación principal, el sentido de la propiedad y la valoración de los suelos. El título último, sin embargo, alude a la función social de la propiedad inmobiliaria, a la necesidad de satisfacer el derecho de acceso a la vivienda y, entre otros conceptos, a la consagración del discutible derecho de superficie. La disposición adicional primera dedica unas pocas líneas, seis, a la transparencia en la información urbanística. El título ha despertado la esperanza de quienes, víctimas de cualquiera de las variadas estafas de constructoras y promotores, resultan también víctimas del oscurantismo informativo de las diversas administraciones del Estado, incluido los Registros de la Propiedad Inmobiliaria. El texto que defiende tan escuetamente este fundamental principio de la democracia urbanística, sin embargo, no alude a estas cuestiones. La Ley de Protección de datos se ha convertido en una magnífica coartada en la que ampararse para ocultar posesiones, domicilios, componentes de los Consejos de Administración de empresas constructoras y sociedades promotoras. La indefensión ciudadana crece un poco más. Aunque el funcionamiento de los Registros de la Propiedad, o la aplicación de la Ley Hipotecaria con sus excesos, no sean motivo del texto que se discutirá, si podría esperarse alguna alusión a ellas para que la esperanza despertada en el título no resulte, de nuevo, frustrada. La participación se mantiene en términos excesivamente formales. No se atisba la recuperación de aquello que, antes de la creación y aprobación de la figura del urbanizador externo a la administración, podía suceder en los ayuntamientos. Sucedió efectivamente en muchos de ellos en los que la izquierda supo estar atenta y activa. Era la discusión con técnicos y vecinos de los planes de urbanización que hoy se redactan en despachos desconocidos por la mayoría y se presentan muy acabados, de la mano del Agente urbanizador. La oportunidad de participación se produce a través de la exposición pública, el acceso a la documentación resulta muy complicado, su interpretación en el plazo establecido, casi imposible.

La nueva denominación del suelo en este texto, urbano y rural, resulta cuando menos escasa para satisfacer la tan largamente deseada atención a los espacios agrícolas y a los recursos ambientales no parece estar presente en un texto en el que se dice que «(en el suelo rural) podrán legitimarse actos y usos específicos que sean de interés público o social»… «Con carácter excepcional y por el procedimiento y con las condiciones previstas en la legislación de ordenación territorial y urbanística, podrán legitimarse actos y usos específicos que sean de interés público o social por su contribución a la ordenación y el desarrollo rurales o porque hayan de emplazarse en el medio rural.» El suelo agrícola no merece atención como tal. Esto dificulta mucho la recuperación del equilibrio territorial, social, económico y urbano. El interés social se ha usado para aprobar la instalación de campos de golf, parques temáticos, polígonos industriales, puertos secos… y un conjunto de construcciones que han provocado conflictos ambientales y sociales pero no han repercutido en la consecución de las buenas condiciones laborales y económicas con que, prometedoramente, se anunciaron.

La reserva del 25% para la construcción de viviendas de promoción oficial, aún siendo un porcentaje importante, consolida una política de vivienda que se aleja de la capacidad adquisitiva de la ciudadanía que queda así sometida a los vaivenes de las entidades bancarias, de los tipos de interés, de la situación laboral etc. Contribuye a fomentar la costumbre de la propiedad de la vivienda estimulada en España a partir de los sesenta y justificada especialmente por los intereses de quienes hicieron y hacen fortuna en el negocio de la construcción. Aleja la práctica de la vivienda en alquiler, que es una forma de satisfacción del derecho a la vivienda más apropiada para respetar las condiciones particulares de las personas o de las unidades familiares en sus nuevas versiones. Evita el problema del parque de viviendas vacías y de la pesada carga que significa para los municipios. Más europea…

Habrá que buscar los resquicios que queden en la Ley, tras su aprobación, para hacer política de suelo y vivienda desde la izquierda. La legislación autonómica, de cualquier gobierno, no encontrará muchas trabas en este texto. La vida sí.

* Profesora de Sociología de la Universidad de Alicante