Para que nos vamos a engañar. Yo si que me he alegrado – y no se pueden imaginar cuánto – de la muerte de Pinochet. Bien que a lo mejor hubiera preferido ver como se le llenaba el cuerpo de pústulas sanguinolentas – el cerebro ya lo tenía -, retorcerse entre dolores inmunes a la analgesia o encontrarle en una oscura celda cargado de grilletes, atormentado por íncubos y apariciones de tantos como asesinó. Es humano imaginarlo, aunque quien haya sufrido tortura no le desee a nadie lo que a él mismo le obligaron a padecer. «Nosotros no somos como ellos» decía Marco Aurelio en una de sus máximas tan acertadas como extrañas en boca de un emperador.

Sin embargo, y a pesar de la evidencia que hubiera sido mejor para todos que muriese condenado, me sorprendió tanto titular de tanto periódico español evitando sumarse de manera tajante al gozo de su desaparición. En todos había un pero. Reprochaban que la justicia chilena – o digamos mejor la ley – no le hubiera encarcelado y hasta ahí, todos de acuerdo. Pero, al leerlos, no pude dejar de sentir un cierto tufo de colonialismo. En los debates y noticias, en la letra impresa y en la voz radiada, parecía haber algo de discurso de hermano mayor, de viejo luchador, que regañaba a todo un pueblo por no haber hecho sus deberes democráticos.

Casi al mismo tiempo, el Parlamento español aprobaba la llamada Ley de Memoria Histórica, especie de burla con la que se establece que los juicios políticos realizados durante la dictadura eran, de alguna manera, legales y por lo tanto algunos podrán discutirse y otros ni siquiera. Y no sólo eso, sino que afirma, poco más o menos, entre otras barbaridades, que ésta acaba en el año 1968, precisamente – y no es casualidad – el año en que Juan Carlos nos es impuesto como futuro rey, esto es, el año en que se oficializa su implicación en los crímenes, detenciones, torturas, desapariciones y otras tropelías cometidas por los sostenedores de la Dictadura contra el pueblo español, el Rey entre otros.

No me molesta que los representantes de las instituciones españolas o los medios de comunicación se lamenten de la impunidad que gozó Pinochet, pero sí que no alcen la voz contra la que disfrutan tantos en nuestro país. Que yo sepa, además del Rey y de muchos otros, Fraga Iribarne es tratado, no como se merece, como un asesino, sino como padre de la patria constitucional. Incluso preside un partido que de continuo hace de la Constitución su bandera, broma macabra cuando tan nefasto personaje tiene en su haber, a parte las condenas de muerte, frases tan democráticas como «dos a uno a nuestro favor» con la que celebró el inicio de las actividades del Batallón Vasco Español en su carrera por resolver a la manera fascista el problema en Euzkal Herría, el mismo cuya solución se empeñan con sospechoso empecinamiento en obstaculizar.

Hasta la fecha la Iglesia Católica no ha pedido perdón por su estrecha colaboración con el régimen franquista y, lejos de pretender hacerlo, sigue cobrando de nuestros impuestos a la vez que gozando de una impunidad que la distancia día a día, no sólo de rendir cuentas legales por su pasado criminal, sino que además, impunemente, se permite opinar sobre los avances democráticos o pontificar acerca de la unidad de España. Y la banca o las grandes empresas tres cuartos de lo mismo. Las brillantes exposiciones de la Fundación March parecen haber hecho olvidar el pasado del patriarca como contrabandista y financiero del golpe de estado. Igual que la familia Aguirre – si, la de Esperanza – se enriqueció a costa de la mano de obra esclava que suponían los presos políticos, vital para el crecimiento de su constructora Agromán.

La impunidad de los dictadores está sustentada por la que reclaman para sí los que integran los pilares de la sociedad capitalista. ¿Cómo encarcelar a Pinochet sin hacerlo también con Henry Kissinger, la jerarquía eclesiástica o incluso los gobiernos democráticos – el de Felipe González incluido -, que le vendían material antidisturbios y armamento con los que reprimir al pueblo chileno?

O sin ir mucho más atrás en el tiempo, ¿de qué manera condenar a los asesinos materiales de Jose Couso sin otorgar el papel protagonista del crimen a Jose María Aznar?