En el número anterior publicamos la primera parte de una larga entrevista con Juan Diego, un encuentro concertado antes de que le comenzaran a llover todos los premios y reconocimientos en cascada, como la Concha de Plata al Mejor Actor en el Festival de San Sebastián y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes 2006. El primero de todos los homenajes fue el que en septiembre, dentro de la fiesta del PCE, le dedicó el Festival de Cortometrajes Juan Antonio Bardem, otorgándole el Premio Honorífico del certamen en honor a toda su carrera, sorprendiéndole con el estreno del documental Circuitos Diego sobre su trayectoria profesional.

Esta es la continuación de esa entrevista que va tejiendo un perfil de Juan Diego en el que el actor reflexiona sobre algunos de sus interpretaciones más memorables y sobre las inquietudes políticas y sociales que nunca ha dejado de lado.

M.O.: ¿Sigues teniendo el mismo entusiasmo político que antes, te ha perdonado la edad?
J.D.: Preguntas si la revolución es un hecho ideológico o biológico… Lo dejamos ahí.

M.O.: Pero ¿qué me respondes?
J.D.: Ah, tú quieres que yo te diga lo bueno que es seguir siendo de izquierdas.

M.O.: No, quiero que me digas si sigues estando exactamente donde estabas.
J.D.: «Exactamente» sería contrario a nuestro pensamiento y a la puta dialéctica, je, je. Ando ahí, sí. Ando lamentablemente muy extra parlamentario, aunque cada vez estoy más cerca del Parlamento porque el monte se está poblando de sombras innecesarias. Me gustaría muchísimo continuar hablando sobre esto, pero, en fin, volvamos a la memoria histórica.

M.O.: Para los chavales de hoy en día las siglas PC significan ordenador personal (Personal Computer). ¿qué significan para ti?
J.D.: Pues hombre… productora cinematográfica, de Elías Querejeta, je, je. Bueno, en estos años en que se podría haber hecho un rearme ideológico de lo que es el pensamiento, digamos simplemente humanista, yo creo que se ha practicado una política de desideologización; lo que es «natural», para hacer una sociedad mucho más permeable a los embates de la economía. Si esas siglas no hubieran desaparecido, y otras como las de UGT y CCOO, las fuerzas de la resistencia hubieran estado presentes en el desarrollo de estos veintitantos años, y los contratos basura no habrían aparecido, y hubiera continuado el derecho de los trabajadores a tener un salario digno. En definitiva, creo que esto no hubiera terminado siendo una estupenda democracia liberal burguesa. Creo que el contenido social recogido en la Constitución -no hay que hacer ninguna revolución, sino aplicar lo de «todo español tiene derecho a…»- el gobierno de turno estaría obligado a posibilitar esos derechos. Y al final el resultado es todo lo contrario.

M.O.: Bueno, veo que sigues siendo materialista dialéctico, pero ¿sigues siendo comunista?
J.D.: No conozco a ningún comunista. Nadie pudo ser comunista en la vida. No lo recuerdo. Nunca. En esencia, ¿se habría conseguido lo que se llama el estadio superior del conocimiento del hombre? No. Estuvo a punto de conseguirse y apareció Stalin. Vamos, consiguieron las potencias occidentales que estuviera ahí para seguir machacando.

M.O.: Cambio de tercio, hablemos de personajes. Los tienes a ambos lados del espectro ideológico. En el de tus enemigos tienes una bonita colección de estupendos trabajos, sobre los que me gustaría que me dijeras alguna palabra, por ejemplo el Franco de «Dragon Rapide».
J.D.: Yo creo que esa película se hizo en contra de muchos mandatarios. Concretamente mandaba el PSOE y había grandes problemas, se oía el famoso «ruído de sables» en los cuarteles y era necesario acallar eso. Era una película que se hizo muy cerca de la muerte de Franco y describía la aparición de unos golpistas contra el gobierno legítimo de la República; por tanto desenmascaraba al autodenominado Ejército Nacional. O sea que la familia de mi madre, que eran requetés, era nacional, y la de mi padre, medio sociata, no lo era; entonces, ¿qué eran?
Fue para mí la posibilidad de hacer un buen personaje -que estuve a punto de no hacer, porque yo pretendía que fuera un trabajo muy objetivo- y creo que lo conseguimos. No tuvimos la grandeza de un Charles Chaplin en su parodia al dictador Hitler, pero sí contribuimos al esclarecimiento de la Historia de España. Jaime Camino, Román Gubern y Ian Gibson hicieron un guión impresionante. No es que fuera una venganza, pero sí, de alguna manera sentí que me vengaba con las armas que se nos habían negado, las armas de la cultura y el conocimiento.

M.O.: Y ¿qué me dices del señorito de «Los santos inocentes»?
J.D.: Es también otro pedazo de este país, que ha sometido a mucha gente a cierto tipo de trabajos hasta hacerles no sentirse personas. Los señoritos andaluces, los extremeños, los de una zona de Salamanca, son parte de nuestra historia, pero no olvidemos a los de la revolución industrial. Si damos un salto a nuestro tiempo, los señoritos son seres anónimos que siguen tratando a los trabajadores de una manera terrible. Yo creo que los trabajadores no han conseguido todavía un status social digno de verdad de un trabajador: ya vemos los contratos basura, las condiciones de trabajo son cada vez más feroces, sin hablar de la mujer en su incorporación al trabajo… el neoliberalismo nos está llevando a cotas que, bueno… Al menos el señorito aquél era simpático, coño Paco, maricón, me cago en la hostia, ven aquí, hombre. Ahora, ni siquiera te dan un golpe en la espalda.

M.O.:¿Y cómo se consigue meterse uno en la piel de personajes tan completamente opuestos a uno mismo?
J.D.: Mira, yo soy un ser cojonudo y deplorable a la vez; todos llevamos esa condición. Por eso nada de lo que yo haga está fuera de mí, sino que están dentro desde Juan de la Cruz a Franco. Así es que cuelgas la percha y rebuscas lo miserable o lo maravilloso que llevas dentro de ti. Y yo lo llevo como todos y lo suelto; y no necesito ir al psiquiatra. Ves a los niños, tan feroces y tan angelicales, y te das cuenta de que eso es el ser humano en esencia y en potencia.

M.O.: También hiciste el cura inquisidor Villaescusa y en las antípodas de ellos se encuentra el Juan de la Cruz místico…
J.D.: Si no hubiera hecho el padre Villaescusa no hubiera sido capaz de saltar a Juan de la Cruz. Pero ahí lo ves, dentro de dos personajes que viven la misma fe en Cristo, uno es el poseedor de la verdad y la maldad y el otro es el que busca la comunicación con el amado. Para mí el mayor acicate que tenía era al padre Villaescusa yendo contra el carmelita descalzo. Cuando venían las tentaciones del diablo siempre traía yo a Villaescusa para meterlo dentro de Juan. Y, claro, al ser yo «uno y trino», el conflicto era muy hermoso para mí.

M.O.:¿Y dónde encuentras la fuerza para interpretar al asesino, dolorido y patético de «El 7º día»?
J.D.: Tal vez si yo hubiese vivido las circunstancias que él vivió yo hubiera hecho lo mismo. Yo no soy mejor que el de Puerto Urraco… (larga pausa). Yo mismo me censuro por pensar lo contrario, pero ¿por qué razón uno va a ser superior al otro? Cualquiera que crea imposible hacer tal cosa, podría hacerlo pasado mañana. ¿Nunca os habéis preguntado: cómo he podido hacer yo esto? ¿No os ha pasado nunca? Seguro que sí. Pues si no eres capaz de pensar que tú eres tan bestia como ése, terminarás siendo como él. Ahí juega la cultura, la información, el conocimiento… pero hay que situar a la gente en su contexto.

M.O.: Pero un personaje como el de Padre Coraje, a quien tú puedes entender muy bien, te resultará más fácil vivirlo…
J.D.: Claro, el dolor lo tienes, y también tengo un hijo aunque más pequeño, que por cierto tenía que apartar continuamente de mi mente cuando rodaba el Padre Coraje. Pero el guión es el que te marca el camino si no es manipulador. Si buscas la verdad de un personaje, bueno o malo, estás al servicio de un guión que no manipula la realidad, sino que la muestra. En caso contrario yo no podría buscar el tormento de Antonio en «El 7º día», el personaje de Puerto Urraco.

M.O.: Estás en un momento dulce de tu carrera. En los buenos momentos ¿se acuerda uno de los malos?
J.D.: Yo no miro para atrás. Tan sólo para no repetir los errores, quizás. No me pertenece el momento. Bueno, me ha llegado, pero no me pertenece. Podría pertenecerme y no haberme llegado, como a tantos, en todos los órdenes de la vida. Pero pesan sobre mí muchas cosas, pesan sobre mí los sueños de los otros, que se quedaron ahí. Sí, lo puedo disfrutar y estoy encantado, pero no tengo autoridad. Me falta la autoridad del premiado. Es como si me dijera a mí mismo que si me lo creo me van a castigar.