Peter Weis, cuando formuló en catorce puntos su teoría sobre el Teatro-Documento apelaba a una distinción más del teatro realista que había surgido en nuestro tiempo con el movimiento del Proletkult, de Piscator y de B. Brecht, es decir, continuaba la línea marcada por estos dramaturgos dentro de una concepción materialista de la historia. Para el autor de «La Indagación» el teatro-Documento renuncia a la invención en aras de la información. El tema elegido deberá ser una recreación artística de materiales procedentes de noticias e informes sobre un tema de honda actualidad política para desenmascarar las manipulaciones y encubrimiento, las tergiversaciones de la realidad y las mentiras de los medios de comunicación, al tiempo que pretende ofrece la posibilidad a los ciudadanos que se libren de sus enajenaciones para que alcancen una lúcida conciencia de lo que pasa. No se trata de presentar los hechos aislados, sino enfrentarlos en una relación contradictoria para producir el análisis. Este teatro deberá ser representado en espacios alejados de los tradicionales donde ni la catarsis, ni el sentimiento autocomplaciente tengan su lugar. Es un debate donde no tienen asiento los problemas individuales sino los colectivos y políticos.

Desde esta posición, y después de «La vida de Galileo» de B. Brecht el horror y la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto con la «apoteosis» del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, dramaturgos como el propio Peter Weis, y Heinar Kippardt escribieron «La indagación,» y «El proceso Oppenheimer» respectivamente documentos en que la historia del pasado dejaba de ser el material de la fabulación para dar paso a la descarnada realidad.

En «El caso Oppenheimer» la materia no era la tragedia de las dos ciudades niponas víctimas del terror atómico, sino la responsabilidad ética y moral de la ciencia que se había abrazado a la máquina destructora del Estado capitalista. Pero escribir sobre Teatro-Documento es hablar de Historia. El caso Oppenheimer nos conduce a recordar sus orígenes y su desarrollo.

En julio de 1939, cuando se inicia el asedio a la ciudad de Danzig, da comienzo la guerra más devastadora que ha ocurrido hasta nuestros días.

Nadie imaginaba entones hasta donde podía desarrollarse la industria armamentística, aunque Einstein recordaba asustado el entusiasmo de sus compañeros en 1914, cuando decidieron ponerse al servicio de los intereses de la guerra sus descubrimientos. Pero el camino iniciado entonces prosigue y cuando comienza la Segunda Guerra mundial los avances en física nuclear han sido espectaculares. Entonces las ciencias se abraza a la industria armamentística. Son muchos los físicos eminentes que se comprometen con este pacto con el diablo, entre ellos, J. Robert Oppeheimer, llamado el padre de la bomba atómica.

Julius Robert Oppeheimer nació Nueva York en 1904. Trabajó en Los Álamos como coordinador en el proyecto de la bomba atómica. Y más tarde en la fabricación de la bomba de hidrógeno. Pero posteriormente fue acusado de negligencia interesada a favor de la Unión Soviética por haber retrasado su creación en un contexto que se inicia en 1947, cuando el comité de Actividades Antiamericanas lanza graves acusaciones contra muchos cineastas de Hollywood, periodo denominado caza de brujas, y que alcanza su cenit a partir de 1950, año en el que el senador McCathy comienza una cacería contra los comunistas y filocomunistas en todo el país.

En esas fechas, los científicos se debatían entre el pacifismo y seguir investigando o creando bombas más mortíferas que las de Hiroshima y Nagasaki. Entre los partidarios de llegar a acuerdos sobre desarme con la Unión Soviética estaba J. R. Oppeheimer que después del desastre atómico – el había sido el director del Programa Manhatam realizado en los Álamos- su formación humanística y su vinculación años antes con el comunismo hasta declarar que había sido un compañero de viaje, abrió en su conciencia la duda y la culpa. Y a partir de 1952 con Eisenhover en el poder triunfó la línea dura, una vez conocido que los rusos también tenían la bomba atómica. Entonces fue destituido de la presidencia del comité asesor de la Comisión de la Energía Atómica para posteriormente negarle el acceso a los secretos oficiales en materia de armamento nuclear. Pero esto no bastaba. A partir de entonces los servicios secretos indagaron en su pasado y tuvo que someterse a una investigación que instruyó el caso cuyas conclusiones fueron publicadas en mayo de 1954.

Esta es la síntesis de acontecimiento cuya trascendencia histórica hoy día nos sigue pareciendo actual, aunque la literatura haya tomado otros derroteros. El éxito y su posterior repercusión de «Copenhagen» – el texto puede ser leído en la red – del dramaturgo inglés Michel Frayn en muchas ciudades europeas y latinoamericanas nos hacen pensar que el tema de las ciencias en sus múltiples ramificaciones sigue siendo un tema de interés. Su núcleo dramático se establece entorno al reencuentro del físico alemán Werner Heisemberg con su antiguo maestro Niels Bohr y su esposa durante la Segunda Guerra mundial en la capital danesa invadida por las tropas alemanas: Como apunta Albert Pressa su éxito «va más allá de lo genuinamente teatral para ser motivo de reflexión sobre la imagen de la ciencia y de los científicos en la sociedad y en las artes.» Pero parece que por aquí, a la industria teatral, tanto pública como privada, le asusta que sobre un escenario se representen tragedias reales, o los «algores de turno» filmen el fenómeno de una destrucción paulatina, sin querer mostrar las raíces de la misma.

En la siguiente entrega seguiremos analizando «El caso Oppenheimer,» una de las obras dramáticas más importantes del siglo XX por muchas razones, entre la que destacaríamos su gran lucidez para erigirse sobre una tragedia individual y colectiva para alcanzar una catarsis liberadora que llama a la movilización intelectual y política para desenmascarar las falacias del poder.