En estos tiempos en que la novela se pierde por los intricados caminos del esoterismo, la intrahistoria y la seudo historia; y aupada por un mercado más interesado por los beneficios que por una apuesta de calidad que encuentra su asiento en una clase media satisfecha, Belén Gopegui sigue fiel, cada día más, no sin dificultades, a su conciencia crítico-artística que niega conceder el más mínimo lenitivo a la complacencia. Su narrativa es dialéctica consigo misma y con el lector. «El padre de Blancanieves,» (Editorial Anagrama), su última novela, no sólo rompe los caminos trillados del realismo convencional, sino que los niega para introducir registros próximos al ensayo científico y político. Una crónica de un tiempo, el nuestro, sin fisuras en el que las desilusiones, no para sus personajes, no le impiden actuar. En suma, esta novela no es un alegato contra lo invisible como ocurre con el padre agazapado en el cuento infantil, porque «El Padre,» insomne, está ahí inmisirecorde con su afán de aumentar sus plusvalías
Antonio José Domínguez: El título de su novela hace referencia al conocido cuento infantil. ¿Qué elementos recoges de él para desarrollar la trama principal y por qué?
Belén Gopegui: La ausencia de un padre que sabe y no actúa, y sobre todo la facilidad con que los lectores del cuento prescindimos de ese padre, de la pregunta por la responsabilidad del padre.
A.J.D.: Creo que tu novela, entre otros aspectos, abunda en cómo militar, y dónde, en un mundo donde el capitalismo impone todas sus fuerzas. ¿Esta de acuerdo con nuestra interpretación?
B.G.: Sí. Sí, diría que el libro de algún modo cuenta que hoy y aquí es preciso poner en relación estructuras tradicionales de militancia con otras nuevas para llevar a cabo la transformación. La necesidad de hacer. Creo que en los últimos años se ha hablado mucho, demasiado porque ha acabado convirtiéndose en un lugar de acomodo, de resistir, pero no hay resistencia sin acción. Sin acción no hay organización real.
A.J.D.: Sus protagonistas me recuerdan a los de la novela de Paul Nizan, «La conspiración» que están en desacuerdo con la realidad y deciden actuar. Los unos como los otros fracasan por su voluntarismo. ¿Es esta la razón de su fracaso?
B.G.: No estoy de acuerdo en que fracase. No conozco la novela de Nizan, pero en esta no fracasan: logran poner en marcha un experimento, inician uno nuevo, los grupos se multiplican en ciudades diferentes. Quizá se refiere a que no triunfan, la razón de que no lo hagan es que el camino es largo y se precisan muchísimos más militantes de los que son ellos para triunfar. Pienso que es necesario distinguir entra la voluntad, que es algo absolutamente imprescindible y el voluntarismo. El miedo a «caer en el voluntarismo» ha justificado muchas veces el desarme.
A.J.D.: Manuela, una de las protagonistas de «El padre de Blancanieves» toma como modelo a Simone Weil (no Simone Veil, ex Presidenta del parlamento europeo.). Y ¿Su comportamiento es una parodia de la escritora francesa o, por el contrario, es una reivindicación?
B.G.: Son dos trayectorias distintas con puntos en común. Lo que Manuela comprueba es que la salida personal carece de sentido. Ella no juzga a Weil, entre otros motivos porque Weil publicaba sus experiencias, lo que era ya un modo de colectivizar su camino individual. Aún así, la conclusión de Manuela es que la salida no está en un viaje individual a la explotación, sino la militancia colectiva y organizada.
A.J.D.: El proyecto científico de tus personajes es derrotado por una traición -otra vez Paul Nizan -. Ahí entra en juego la astucia y la inocencia. ¿Pero cómo utilizar la astucia en un sistema que nos controla nuestras vidas públicas y privadas?
B.G.: Como decía, no creo que el proyecto sea derrotado. Alguien destroza uno de los dos dispositivos, pero otro queda en pie junto con el proyecto de poner en marcha otros varios. Y esto es así porque, como bien dice usted, los personajes han sido, creo, capaces de combinar la astucia y la inocencia. La astucia, al adelantarse en parte a las objeciones del enemigo, la inocencia al renunciar a usar sus métodos. Por lo que a nosotros respecta, imagino que parte de la astucia consiste en no dar a conocer determinados proyectos para que así sean los dueños del sistema quienes deban imaginar qué nos traemos entre manos.
A.J.D.: ¿Por qué la estructura de su novela rompe los esquemas de la narrativa tradicional utilizando elementos más próximos al ensayo que a un género relativamente codificado?
B.G.: Trato de poner de manifiesto lo que hay de trampa en el género novela y en la lectura codificada procedente de la burguesía que consagró el género. Creo que también es posible hacer esto manteniendo una estructura convencional, y no renuncio a intentarlo alguna vez si descubro qué resortes serían necesarios movilizar. La cuestión, para mí, es no olvidar nunca que toda novela escrita en nuestras circunstancias políticas, interviene en una discusión ya comenzada y parcial.
A.J.D.: Una lectura superficial de tu novela puede conducir a considerarla como una apología del ecologismo. ¿Está de acuerdo que éste es un tema transversal del marxismo?
B.G.: Creo que no se puede separar a la ecología de lo político, y espero haberlo transmitido así en la novela. A mi modo de ver, tiene algo de trampa considerar los problemas medioambientales como «causa» de otros problemas, creo que sin restarles un ápice de urgencia y gravedad, importa reconocer lo que tienen no de causa sino de consecuencia. Las causas originales están en el régimen capitalista de propiedad y apropiación, que crea el problema e impide sus soluciones. La preocupación medioambiental que me importa es la que va ligada a la discusión de sus causas profundas. Creo que hay un riesgo real, como evidencia la figura de Al Gore, de desviar la atención de las causas verdaderas de los problemas humanos de tal modo que incluso estos problemas acaben representando un beneficio para los privilegiados de hoy.
Por este motivo los personajes de la novela emprenden una nueva acción después de la de las algas, porque lo que quieren cuestionar es quién se apropia de la producción y para qué
A.J.D.: ¿En poesía, es compatible la intimidad y la denuncia?
B.G.: Mi opinión es que sí. Es más, tengo a veces la impresión de que es un error limitar la literatura a las insatisfacciones personales, porque eso crea la ficción, al menos aquí en el capitalismo, de que lo personal se resuelve personalmente, como si la dimensión social de la conducta no repercutiera en lo personal y viceversa. Y esta ficción termina encarnándose en los lugares más insospechados. Por ejemplo, hace poco aparecía en un periódico un reportaje sobre talleres contra los malos tratos en donde se ponía el ejemplo de una persona que es despedida y llega a su casa y se comporta mal con su familia. ¿Qué se puede hacer?, preguntaba el monitor del taller. Entre las varias respuestas, había una que era: que no le despidan. El monitor la descartaba con el argumento de que el trabajo hay que dejarlo fuera de casa, detrás de la puerta. Yo no estoy de acuerdo, sin que esto signifique en absoluto que justifique la violencia doméstica de una persona que ha sido despedida. Pero creo que eso debe nunca llevarnos a descartar la solución «que no le despidan»; no es la única solución, sin embargo, ayudaría bastante. En este sentido pienso que algunas acciones políticas podrían empezar, en el seno del capitalismo, por sacar, precisamente, los problemas personales de la casa y llevarlos al trabajo. Dos personas unidas contra el jefe que ha despedido a una de ellas, presentándose allí, reclamando una ley laboral más justa, son más fácil que se pongan de acuerdo que si cada una debe soportar las presiones laborales en soledad y dejarlas fuera de la casa cuando cierra la puerta, o limitarse a compartirlas con resignación en la intimidad.
A.J.D.: Hace unos días, se ha publicado el Informe PISA. En nuestro país, nuestros escolares no alcanzan el nivel del aprobado en comprensión lectora. Este dato nos lleva a reflexionar sobre qué educación tenemos y cuál queremos. Y, por otra parte, preguntarnos si esto es lo que demanda o impone una sociedad liberal. ¿Qué tiene que decir sobre esto?
B.G.: Parece claro que ésta es la educación que impone una sociedad liberal. Las empresas necesitan universitarios baratos y por eso se planifica una educación universitaria pública a la baja, mientras que a través de los Masters de alto precio y de las universidades privadas se forma a los cuadros ejecutivos que organizarán la explotación. Recientemente leía un artículo en donde se contaba cómo en menos de cinco años la segunda República logró colocar a España a la cabeza de los países más alfabetizados de Europa, y se decía que un esfuerzo equivalente es lo que hacía falta ahora. Pero no deja de ser ingenuo suponer que partidos capitalistas como el PSOE o el PP van a estar en disposición de llevar la contraria a sus aliados y oponerse, por ejemplo, a las consecuencias que Bolonia tendrá en la educación universitaria, cuando ni siquiera han sido capaces de reducir un euro el dinero que otorgan a la educación no pública. Sí, hace falta una revolución educativa como la que sólo pudo comenzar en la república, pero creo que no podrá darse hasta que no haya también una política revolucionaria.