Conviene leer a Adam Smith en los tiempos de crisis que vivimos. El extendido hábito de opinar acerca de los clásicos sin haber leído ni una palabra de lo que escribieron ha dado lugar a una imagen groseramente deformada del verdadero pensamiento de este autor, igual que de tantos otros. Lo común es referirse a él como el más recalcitrante paladín del capitalismo salvaje y sin trabas, enemigo acérrimo de cualquier intervención social del Estado. Los ultraliberales modernos lo veneran como adversario irreconciliable de Karl Marx, al que también erróneamente se le atribuye la defensa del estatalismo a ultranza.

Quien fue el verdadero Adam Smith dista mucho, sin embargo, de esa caricatura. De otra manera, hubiese sido difícil comprender que el mismo Marx lo reconociera como inspirador hasta el punto de afirmar que la teoría económica de El Capital «era en sus rasgos fundamentales la continuación necesaria de la doctrina de Smith y de Ricardo». El autor de La riqueza de las naciones fue en realidad un profesor de filosofía moral, convencido cultivador de los ideales de la Ilustración, que, en coherencia justamente con la aspiración enciclopédica de tales ideales, se propuso elaborar una teoría general de la moral, la política y la sociedad.

Este propósito se sugiere en su obra más querida, La teoría de los sentimientos morales, en donde también recoge la idea cardinal de que, aparte de la persecución del propio interés, todos los seres humanos son movidos por un genuino sentimiento de solidaridad y simpatía por los demás, y que toda sociedad organizada racionalmente debe estimular este sentimiento.

Como de manera fatal ha sucedido a cuantos se han empeñado en gigantescos planes de creación intelectual, el de Adam Smith quedó inconcluso tras su muerte en 1790. La riqueza de las naciones, su libro más célebre aunque no por ello más conocido, era una parte esencial del plan centrada en la moral práctica; a él dedicó diez años de intenso trabajo. Leerlo hoy, confundido por los prejuicios al uso, puede llevar a más de una sorpresa. Para empezar, la manida metáfora de la «mano invisible» que regula el mercado aparece una sola vez a lo largo de más de mil páginas y, como advirtió Keynes, más basada en una concepción moral de la libertad humana que en un razonamiento económico. No hay en Adam Smith ni rastro de la tediosa cantinela del laissez faire-laissez passer, dogma muy posterior a él. Al contrario, proclama abiertamente que «todo ejercicio de la libertad natural de unos pocos individuos que ponga en peligro la seguridad de toda la sociedad es y debe ser restringido por las leyes». Y establece como los dos objetivos básicos de la economía política propiciar que la población obtenga los medios precisos para su subsistencia y que la comunidad logre los ingresos necesarios para sufragar los servicios públicos. La idea que impregna toda la obra de Smith es la de que la riqueza de las naciones no procede de la acumulación de dinero, oro o plata, sino que descansa en el trabajo, fuente para él de todos los valores. Fue Adam Smith, y de él lo toma Marx, el primero en señalar con claridad que el beneficio del capitalista proviene del trabajo realizado por el obrero pero no pagado: la plusvalía.

Es indudable que fue un liberal (tan indudable como que no lo son, en cambio, ni George Bush ni Esperanza Aguirre, a pesar de sus constantes profesiones de fe; mercantilistas autoritarios es una expresión que cuadra a éstos mucho mejor). Pero la creencia de Adam Smith en un mercado libre que jamás existió, una creencia de una ingenuidad muy ilustrada, al menos estaba guiada por la pretensión de limitar por la competencia el enriquecimiento injusto y los abusos de los empresarios. Y nada tiene que ver con ello el capitalismo actual, que usa con profusión al Estado en exclusiva para beneficio de unos pocos.

La forma en que se refiere a los capitalistas Smith es precisamente lo que más puede sorprender a su lector actual. Constata que sus intereses son opuestos a los del conjunto de la sociedad y denuncia con durísimas palabras la permanente «conspiración contra el público» en la que se hallan inmersos, así como su colusión para reducir los salarios de los trabajadores.

En estas semanas, cuando se ofrecen miles de millones de dinero público para sufragar los costes de los gigantes financieros, la lectura de Adam Smith puede ser reveladora. «La máxima vil de los poderosos -nos dice el viejo profesor de filosofía moral- parece haber sido siempre: todo para nosotros, nada para los demás». Ni fueron ni son liberales; son, sencillamente, los poderosos. Y frente a su «máxima vil», hoy como ayer, al público sólo le cabe la rebelión.

* Escritor