Que Matteo Garrone recibiera en Cannes el Gran Premio del Festival por su película «Gomorra» y que no hace mucho se alzara con los cinco galardones a los que optaba en la 21ª edición de la gala de entrega de los Premios del Cine Europeo (Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor – Toni Servillo, gracias también a su interpretación en «Il divo», de Paolo Sorrentino- Mejor Guionista y Mejor Fotografía) no debería sorprender demasiado. Al fin y al cabo, posee méritos cinematográficos de sobra. Pero tanta unanimidad escama. Sin ir más lejos, el impresionante y vitriólico retrato de Giulio Andreotti compuesto por Servillo es en mi opinión un trabajo mucho más relevante que su Franco napolitano. Uno se pregunta si sobre las deliberaciones de los jurados no pesa también la amenaza a muerte dictada por la Camorra napolitana contra Roberto Saviano, el autor del libro en que se basa el guión de la película. Y tampoco sería de extrañar que ese sentimiento de solidaridad (o de mala conciencia, vaya usted a saber) terminara por traducirse igualmente en la obtención del Oscar.

Pero en el fondo, poco importan estas consideraciones. Lo cierto es que el cine italiano parece estar dando señales de una vitalidad hace mucho tiempo perdida. «Gomorra» -como «Il divo», son valientes políticamente y arriesgadas en sus tomas de partido estéticas; y de ambos envites salen mucho más que airosas.

Una cámara invisible recorre los barrios más humildes y cochambrosos de Nápoles y Caserta, provincia de la Campania italiana; se adentra en fantasmales urbanizaciones en cuyas calles charcos de agua, suciedad en las paredes e inmundicias en los rincones decoran el hábitat de la base social, la «sociedad civil» de la que se nutren los ejércitos que se enfrentan con frecuencia a sangre y fuego en su pugna por acaparar los negocios clandestinos, por gobernar los territorios. La infidelidad, los errores, las traiciones no tienen otro precio que la vida, valor que cotiza tan bajo en este cuarto trastero de la opulenta sociedad capitalista como en tantos otros lugares del planeta ungidos a diario en nuestros informativos como «el infierno terrenal».

Garrone no proyecta ninguna visión apriorística, no juzga ni condena a las criaturas que coloca en escena como si hubieran sido aisladas bajo un microscopio, no busca las causas pero descubre los efectos de un sistema -«El sistema», que es como denominan allí a la Camorra- sobre toda una población esclava del mismo, sea cual sea la posición que ocupe en él, que convive con la amenaza y el miedo como si éstos fueran el oxígeno que respiran y les mantiene provisionalmente en vida. Y el panorama que describe es tan espeluznante que su descripción se convierte en un grito de denuncia mucho más eficaz quizás que cualquier informe policial leído en el Parlamento.

Las opciones estéticas en el arte son siempre una cuestión de ética. Las matanzas que de tanto en tanto se producen tienen la misma relevancia en la pantalla que los acontecimientos más banales de la vida cotidiana. Un bronceado con rayos uva conduce al disparo a quemarropa; un accidente laboral entrega las llaves de grandes camiones repletos con una carga mortífera a críos que apenas alcanzan a ver desde sus asientos de conductores; dar lecciones de sastrería en un taller chino clandestino empuja con maneras poco nobles a un retiro anticipado.

Esta frialdad expositiva, que junto al tratamiento fotográfico hacen que recordemos las imágenes casi como si hubieran sido filmadas en blanco y negro, sin embellecedoras músicas que impregnen de épica ni mística ninguna secuencia (como mandan los cánones del género en el cine norteamericano) colocan al espectador en un incómodo papel de «voyeur», ajeno a todo lo que se desarrolla en la pantalla, incapaz de identificarse con ningún personaje, pues cuando esto puede suceder Garrone lo impide convirtiendo al personaje en cómplice de asesinato (el crío que reparte las compras) o haciéndole abandonar la escena (el joven que se niega a continuar en el sucio trabajo de envenenar la tierra con los residuos tóxicos, único personaje redimido por el autor).

«Gomorra» tiene todo el aire de las viejas películas del neorrealismo italiano, por estilo y por vocación de testimonio social. El elenco de intérpretes rinde de manera tan extraordinaria que uno se pregunta si, a excepción de los dos o tres conocidos, los demás son también verdaderos actores, porque uno creería que han sido captados con cámara oculta en los ambientes en que realmente se desarrollan las historias.

RECOMENDACIONES
IL DIVO, de Paolo Sorrentino. El director que nos sorprendió con «Las consecuencias del amor» repasa los duros años en que Democracia Cristiana, Brigadas Rojas y Mafia se conjuraron para cortar el paso al PCI. Con un demoledor retrato de Andreotti, como símbolo de la época.

AUSTRALIA, de Baz Luhrman. Espectacular, aunque no en todo momento entretenida por exceso de metraje, mezcla de western, comedia de aventuras y denuncia histórica.

SÓLO QUIERO CAMINAR, de Agustín Díaz Yanes. Fallido intento de continuar la senda de «Nadie hablará de nosotras…». La trama se permite tantas licencias e inverosimilitudes que provoca el desinterés.