A medida que el negocio inmobiliario se iba a pique en nuestro país, y simultáneamente al derrumbamiento del mismo, los inversores y sus fieles legisladores estaban preparando el mercado para levantar nuevas líneas de negocio sobre los restos provocados por la explosión del estallido de la burbuja inmobiliaria. Si se habían construido más viviendas de las que hacían falta, ahora sólo había que buscar una rentabilidad para todo ese patrimonio edificado que supuestamente se había quedado a la deriva.
Para ello, se procedió a finales de 2012 a la modificación del régimen jurídico de las Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión en el Mercado Inmobiliario (SOCIMIS). Estas sociedades tienen como función operar como un instrumento de inversión en el mercado inmobiliario de arrendamiento, es decir, sociedades que captan fondos de inversores para la adquisición de inmuebles y su explotación a través del alquiler.
La explicación de la reforma normativa elaborada por el Partido Popular no se anda por las ramas, y así, en su propia fundamentación se reconoce que “la principal novedad se sitúa en el régimen fiscal a través del establecimiento de una tributación a tipo de gravamen del 0% respecto de las rentas que procedan del desarrollo de su objeto social”. Barra libre a nivel fiscal para sacar la máxima rentabilidad al alquiler de los inmuebles excedentes generados por la crisis. De tal forma, que ahora la derecha defensora del productivismo y propietarismo en materia de vivienda, se apropia del discurso de la sostenibilidad y del alquiler como medida habitacional estrella.
No en vano en los años 2012 y 2013, mientras que cae la rentabilidad de la vivienda, la rentabilidad bruta del alquiler para ambos periodos se incrementa, encontrándose actualmente en un 4,5%, y con un incremento interanual del precio del alquiler de un 10% de media en el último año. El alquiler se perfila como el nuevo negocio inmobiliario.
Paralelamente, la reforma de la ley de arrendamientos urbanos, aprobada también por el Partido Popular en junio de 2.013, introduce otro elemento, al excluir del ámbito de aplicación de la ley el uso del alojamiento privado para el turismo, debiendo ser regulados por la normativa sectorial específica, que compete a las comunidades autónomas. Es decir, se excluye del ámbito de aplicación de la ley el alquiler de viviendas con fines turísticos, generando un vacío legal que supuso el caldo de cultivo perfecto para la proliferación de este tipo de alquileres, abriendo el campo de negocio para que las SOCIMIS puedan intervenir en un tipo de alquiler que reporta una inversión muy superior al del alquiler residencial.
Este tipo de alquiler, no obstante, solo opera en ciudades de gran atractivo turístico, y sobre todo en los cascos históricos en los que existen inmuebles suficientes sobre los que materializar la inversión, pero que por el contrario y al acaparar sobre todo turismo de fuera de nuestro país, supone un negocio de alta rentabilidad.
Además las regulaciones realizadas con posterioridad por las Comunidades Autónomas, a excepción de la Balear, han ido en la línea de simplificar y facilitar que una vivienda pueda incorporarse al mercado de la vivienda turística, habiéndose producido una enorme movilización de inmuebles hasta esta finalidad turística.
Esta situación está generando graves problemas en algunas ciudades, en primer lugar porque se expulsa a la población autóctona más vulnerable de los barrios para liberar esas viviendas con destino al turismo y en segundo lugar porque al disminuir la oferta de viviendas en alquiler se incrementan el precio de las rentas de los alquileres.
La patata caliente se encuentra en manos de los Ayuntamientos, algunos de los cuales ya han regulado el fenómeno, como es el caso de Madrid y Barcelona, restringiendo el uso de viviendas turísticas en función de las condiciones de los inmuebles o incluso declarando zonas saturadas donde no se admiten los mencionados usos.
El reto actual estriba en poder acreditar con indicadores objetivos cuál es el impacto que realmente tienen este tipo de viviendas en los barrios, tanto en la expulsión de la población como en el incremento de los precios de alquiler, para en esos supuestos poder llegar a una regulación que necesariamente tendrá que venir desde la planificación urbanística. Hay que determinar qué usos, y en qué cantidad, están permitidos en nuestras ciudades, debiendo ser los entes locales los que autoricen la implantación de los mismos y haciendo pagar a los propietarios las plusvalías que esos usos más lucrativos puedan llegar a generar, en caso de que fuesen autorizables, así como, dimensionar qué equipamientos y servicios se requieren. Sólo interviniendo, desde esta perspectiva pública, dentro de la regulación urbanística local, podremos proteger los barrios y ordenar los usos de una forma racional y sostenible.