El 9 de octubre, Turquía, junto con grupos rebeldes islamistas y sirios ligados a Al-Qaeda y otros destacamentos semejantes, lanzó un fuerte ataque contra Siria, denominado Fuente de paz, invadiendo el norte del país, violando el derecho internacional y la soberanía siria. Dos días antes, Erdogan había recibido el acuerdo tácito de Estados Unidos, tras conversar con Trump, quien anunció la retirada de sus soldados del norte de Siria, sin mencionar que la presencia de esas tropas norteamericanas es también ilegal y viola el derecho internacional y las resoluciones de las Naciones Unidas. El presidente turco, empeñado en propinar un duro castigo a los kurdos sirios, a quienes califica de “terroristas”, amenazó, aplicando la venda antes de recibir la herida, con abrir la puerta hacia Europa a los millones de refugiados sirios que viven en Turquía si recibía la menor crítica de la Unión Europea por la invasión, y criticó también a la OTAN por su falta de apoyo, que considera desleal.

Las milicias kurdas agrupadas en las denominadas Fuerzas Democráticas Sirias (FDS, donde se integran las YPG y las unidades de mujeres de YPJ) respondieron bombardeando posiciones turcas y anunciaron una movilización general, aunque los bombardeos turcos sobre la población civil forzaron de nuevo a un éxodo de decenas de miles de personas, añadiendo más sufrimiento a una guerra que ya hace casi nueve años que dura. Una muestra más de ese horror que no termina tuvo lugar el 12 de octubre, cuando fue asesinada la dirigente kurda Hervin Khalaf en una emboscada entre Manbij y Qamishlo que les tendió un grupo de mercenarios apoyados por Turquía, un ataque donde asesinaron a ocho personas más. Según las informaciones disponibles, Hervin Khalaf fue violada y después lapidada hasta morir. Exhibiendo su ferocidad, los asesinos difundieron después las imágenes por Internet. Pese a la derrota de Daesh, otros mercenarios siguen causando sufrimiento en Siria.

El 13 de octubre, el secretario de Defensa norteamericano, Mark Esper, anunció que el Pentágono retiraría mil soldados más del norte de Siria, y haciéndose eco de las alarmantes noticias del éxodo de la población sirio-kurda y de los bombardeos, indicó que quienes participan en el ataque turco «parecen» cometer crímenes de guerra. También la diplomacia, por boca de Mike Pompeo, criticó la operación. Sin embargo, Esper se abstuvo de anunciar la retirada total de sus soldados estacionados en Siria: Estados Unidos mantiene una importante base en Ayn Issa, cerca de Raqa, continúa controlando el espacio aéreo del norte de Siria y, además, Trump ha sugerido mantener la base de Al Tanf, en el sur del país, con la excusa de continuar luchando contra Daesh, junto con las tropas estadounidenses acantonadas en Iraq, Kuwait y Jordania.

La conjunción de objetivos de los diferentes países agresores de Siria ha sido en parte derrotada por Damasco, ayudada por Irán y Rusia y por voluntarios procedentes de Líbano. Estados Unidos pretendía derrocar a Bashar al-Asad, asestar un golpe a Irán privándole de un aliado clave, recomponer el mapa de Oriente Medio, especulando con la aparición de nuevos y pequeños países, y crear dificultades añadidas para China y Rusia (para Pekín, saboteando la nueva ruta de la seda en la zona, y, para Moscú, con el propósito de acabar con la única base militar con que cuenta fuera del antiguo territorio soviético), y buscaba fortalecer el dominio israelí como principal potencia militar de la región y la única con armamento nuclear. Estados Unidos cuenta con la alianza de los gobernantes kurdos del norte de Iraq, convertidos en un pequeño estado cliente que acepta gustosamente las bases militares norteamericanas, pero padece al mismo tiempo el errático proceder de Trump: el sospechoso ataque militar contra las instalaciones de Saudí Aramco en Arabia, utilizado para amenazar a Irán con la guerra, es también muestra de las incoherencias de la política norteamericana en Oriente Medio, donde el Pentágono y el Departamento de Estado discuten muchas decisiones de Trump, más interesado en combatir la puesta en marcha del proceso de su destitución anunciado en Washington que en comprender la complejidad estratégica de Oriente Medio. Las diferencias de Estados Unidos con Turquía han llevado incluso al Pentágono a considerar la retirada de las bombas atómicas que están almacenadas en la base de Incirlik, en el sur turco, aunque no ignora que esa decisión pondría en peligro su actual alianza militar, clave para el dispositivo militar norteamericano en Asia Menor. Washington ha amenazado a Ankara con sanciones económicas, con aranceles sobre el acero turco y con el bloqueo de los activos de tres ministros del gobierno de Erdogan, además de sanciones contra los ministerios de Defensa y de Energía y Recursos Naturales. El presidente turco, que se mostró públicamente agredido por los debates del Congreso norteamericano sobre su actividad, mantiene un calculado desafío: anunció primero que no se entrevistaría con Mike Pompeo y con el vicepresidente estadounidense Mike Pence cuando la diplomacia norteamericana anunció su visita a Ankara para el 17 de octubre: Erdogan aceptaba sólo hablar con Trump, aunque la presión norteamericana le llevó a rectificar en cuestión de horas para reunirse con Pence y Pompeo. Sin embargo, hasta el momento, Erdogan se niega a acordar un alto el fuego en Siria. Por su parte, ante la invasión turca, China llamó a Ankara a detener su ofensiva, y Rusia se pronunció por la defensa de la integridad territorial de Siria.

La ofensiva turca tiene un evidente propósito: debilitar y destruir una parte de la estructura militar de los kurdos sirios, aliados del PKK turco, y mantener fuerzas militares en la zona que refuercen su posición. Los dirigentes kurdos de Siria, aunque han combatido sobre todo a Daesh, cometieron un grave error aceptando el pupilaje y la ayuda militar norteamericana, convirtiéndose de facto en aliados suyos contra el gobierno sirio. Pero casi nueve años después del inicio de la guerra, con la intervención de mercenarios islamistas y de tropas norteamericanas, turcas, además de ataques de Israel y envío de mercenarios a cargo de Arabia, la victoria del ejército de Damasco ha dejado en la intemperie a los kurdos sirios, que ahora han abierto sus líneas para aceptar la llegada de las tropas de Bashar al-Asad: saben que los riesgos de perder su hipotética autonomía en Siria son mucho menores que la matanza que perpetraría Erdogan. Así, cinco días después del inicio de la agresión turca, los mandos militares kurdos y el gobierno de Damasco acordaron el despliegue de tropas sirias cerca de la frontera, como garantía para evitar la penetración del ejército turco y las represalias sobre la población kurda, acuerdo que el gobierno de Ankara calificó de “trato sucio”. Erdogan ya no espera la caída del gobierno de Damasco, pero cuenta con una agenda propia en la región, centrada en el ataque a los kurdos y en el incremento de su influencia regional. Por su parte, Rusia ha desplegado tropas entre ambos contendientes para impedir nuevos ataques de Turquía a las brigadas y a la población kurda. La retirada de las tropas norteamericanas de Manbij, una ciudad próxima a Alepo y a la frontera, llevó a que el ejército sirio se hiciese cargo de la zona, ayudado por la policía militar rusa para prevenir bombardeos y proteger a la población civil. La guerra no ha terminado: la Fuente de paz de Erdogan es más fuego turco sobre los kurdos y sobre la martirizada Siria.