La mayor pandemia de la historia no ha sido provocada por la peste, ni por la gripe aviar, ni por el ébola, ni por el efecto 2000, y ni tan siquiera será provocada por el coronavirus. La mayor pandemia de la historia es cultural y ha sido provocada por la “oscaritis”, la puñetera manía de entregar premios en galas absurdas, frívolas y ñoñas. Un tipo de gala que se ha extendido a la música, a la televisión, al teatro, al deporte, a la cría de sapos o al lanzamiento de inodoros. Un modelo copiado a Hollywood y extendido a escala planetaria, que sirve lo mismo en Nueva York que en Villamelones de Arriba; igual para una academia de cine que para el fin de curso en colegios e institutos.

Pero centrémonos en el séptimo arte, dejando los festivales de cine a un lado (a pesar del fastidioso glamour presente en algunos de ellos, la parte principal continúa siendo el pase de películas). Parece algo genial que existan premios para promocionar el cine patrio. O no. Desde luego, sería preferible la promoción real del cine a todos los niveles aunque no existiesen los galardones. Lo cierto es que hay premios y galas de cine para dar y tomar. Los más importantes son los premios Óscar y Globos de Oro en EE.UU., BAFTA en Reino Unido, César en Francia, David de Donatello en Italia, Guldbagge en Suecia, Deutscher Filmpreis en Alemania, Ariel en México, Sur en Argentina, Macondo en Colombia o los de la Academia Australiana, entre otros muchos. Algunos incluso se atreven a innovar (por la pela, claro). Por ejemplo, los premios anuales de la Academia de Cine Internacional de la India (IIFA), los llamados Óscar de Bollywood, se han convertido en itinerantes. Desde el año 2000 se han celebrado en diferentes ciudades del mundo, entre ellas Ámsterdam, Dubai o incluso en la Feria de Muestras de Madrid (IFEMA) en 2016.

Independientemente de su nacionalidad, la mayoría de las galas de entrega de premios siguen un esquema semejante que en el fondo no es sino una burda copia del american way of life: desfiles del famoseo sobre alfombras rojas (los transgresores premios IIFA indios han tenido la audacia de ponerla en color verde); sesiones fotográficas convertidas en ferias de ganado, o en chabacanos y horteras desfiles de moda que sirven para llenar secciones de periódico y revistas de cotilleo; presentadores haciendo el cantamañanas; actuaciones musicales y coreografías casposas; y, finalmente, la entrega de figurillas para recompensar lo mejor del año con discursos de presentadores y premiados. Otra característica común de estos galardones es que buena parte de ellos, independientemente del país donde se entreguen, se han visto envueltos en escándalos de fraude, acusaciones de falta de democracia en la toma de decisiones o denuncias por presiones políticas para influir en los fallos. Es el caso de los Grand Bell Awards, el equivalente surcoreano de los Óscar que se vio envuelto en polémicas por sobornos.

En España tenemos los premios Goya, por supuesto. Y desde 2014 los premios Feroz como antesala de los Goya para emular los Globos de Oro en relación a los Óscar. Todo mi respeto y envidia para aquellas personas que disfrutan viendo las entregas de los galardones patrios, pero ni de coña me trago cuatro horas de espectáculo para conocer los premios en las veintiocho categorías de los Goya, veintinueve contando el de honor, cuando al día siguiente aparecen en todos los medios de comunicación. Y menos para aguantar discursitos pseudopolíticos que quedan genial en los resúmenes o las chorradas de los presentadores, que al día siguiente llenan páginas de comentarios sobre las chorradas de los presentadores. Y aún menos para aturar las gracias de Andreu Buenafuente y Silvia Abril con el culo al aire y, sobre todo, el espectáculo musical y coreográfico de Antonio Banderas. Sin duda, lo único que mola es la figurilla en bronce que representa a Goya. Y no es cualquier cosa, porque para ir en consonancia con el espectáculo y visto como está el patio podrían entregar un gatito chino de la suerte, de los que agita el bracito, y para actualizarlo ponerle una mascarilla.

Hay cosas mejores estupendas que hacer durante los Goya. Lo mejor, lo que hizo Pepa Flores: pasar de ellos. Y aprovechar para leer un tebeo, hacer el pino o compartir tequilas en una playa de Tenerife.

— Y digo yo… ¿aquí no haría falta una Revolución?

— Y luego, ¿por qué me lo preguntas?