Sería imposible explicar ahora mismo nada de lo que está sucediendo sin tomar en cuenta el coronavirus. Cuestiones tabú hace apenas unas semanas (en parte olvidadas, en buena parte innecesarias) han salido como un producto natural a escena. La militarización de las calles, la autodisciplina social o las extrañas redes de solidaridad entre vecinos que van desde jugar al bingo asomados al balcón hasta hacerle la compra a cualquier vecino del bloque, lo conozcas o no. Dejando al margen, por supuesto, otras muchas formas de expresión de esa solidaridad como los aplausos colectivos.
El Estado de Alarma es un hito realmente inaudito en nuestro país. El paripé represivo del gobierno de Zapatero sobre la huelga de los controladores aéreos fue un ensayo torpe de represalia laboral, apenas unos meses después de anunciar que aquella crisis de 2008 la iban a pagar fundamentalmente los trabajadores. Aquel fue el contexto de ese Estado de Alarma, lejísimos del actual.
El mensaje general (y en parte, real) es que este problema del coronavirus nos afecta a todos. Todos los sectores productivos, todos los tramos de edad, todos los sexos, y, en un tiempo, todas las naciones están afectadas por el coronavirus y esa afectación global no se debe a la acción de unos sobre otros. El patriarcado no trajo el coronavirus, el capitalismo tampoco, aunque algo de responsabilidad tienen en su expansión y en la forma de atajarlo, desde luego, pero no podemos caer en el infantilismo absurdo de que en el socialismo no habrá ni delitos ni enfermedades y el alimento manará del suelo mientras nos dedicamos a la contemplación y la felicidad social.
La clase trabajadora estaba allí
A pesar de lo anterior, el contexto actual entiende de clases. Actualmente vivimos en un momento en el que la clase trabajadora es la que está jugándose la vida, literalmente, para salvar a toda la población. Lo curioso del asunto es que siempre ha sido así, solo que ahora, cuando los trabajos esenciales se visibilizan, nos estamos dando cuenta.
La crisis del coronavirus ha herido a la concepción líquida de la sociedad. No la ha matado, desde luego, pero sí la ha dejado tocada. Cuando uno piensa en el empleo la mente vuela rápido a oficinas, gente que mueve papeles de un lado a otro porque pensar en un barrendero, no es empleo. Ni lo es una superficie comercial, ni lo es los grandes sistemas de distribución ni tampoco lo son las extensiones de tierra que hoy nos van abasteciendo de alimento. ¿Y los bares? Esos camareros han adquirido de pronto el estatus de trabajadores, es gente que existía a la que ahora se le echa de menos porque antes, tampoco era empleo, era gente que estaba allí para servir. O esos miles de trabajadores que por su propia salud han decidido parar la producción. Aprietatuercas.
Y resulta que eso es la clase trabajadora y que nos acabamos de dar cuenta de que existe y que dependemos de ella. Que estamos asistiendo a una gran huelga general “organizada” y que se ha demostrado efectiva, que si queremos, se para.
Ahora mismo a nadie le importa que las cuentas anuales de la gestoría no estén listas, que el último youtuber pueda colgar un video o no o que al bohemio de turno se le ocurra una poesía de escaso valor para la transformación social pero con muchos saltos de línea, frases sin rima y grafías extrañas. Nada de eso importa.
Viajar, descubrirse a uno mismo, encerrarse en la búsqueda de una nueva filosofía new-new age no le importa a nadie ahora mismo.
Y, por supuesto, a nadie le importan las carreras exitosas de los pijos que partiendo desde lo alto perdieron poco y siguen en lo alto o las historias de superación individual de quien renunció a todo por ser alguien que, ahora mismo, igual que tú y que yo, tiene miedo.
Afortunadamente, como siempre, la clase trabajadora está manteniéndonos vivos. Sin embargo no es ninguna novedad porque todo lo demás siempre ha descansado sobre esa amplia base de seguridad que nos aporta que la clase trabajadora trabaje para sí y para los demás.
El neoliberalismo también estaba allí
La crisis sanitaria derivada del rápido contagio probablemente hubiese sido dura también de no haber recortado en sanidad y haber entregado otro cachito más de la tarta social al beneficio privado. Probablemente nos hubiese costado doblegar la curva del virus, pero es evidente que a causa de eso nos está costando más.
A causa también de quien -pensando que su último haiku es crucial para el mundo y que sus muffins son la repera porque él lo vale- se atreve a irse a la playa, a salir del aislamiento para batir su record de runner en Strava ahora que no lo molesta nadie o a chupar las barras del metro como un idiota, esta crisis podría haber tenido otros derroteros.
Y también a causa de quien necesita a la clase trabajadora, no para producir socialmente lo necesario para este momento sino para producir privadamente beneficios para él exponiendo a las trabajadoras a riesgos innecesarios, la crisis se ha agravado. Y se ha agravado proporcionalmente en mayor medida justo entre quien se arriesga, que es la clase trabajadora.
Pero el neoliberalismo no son solamente las actitudes individuales, también lo son las colectivas. La agilización de los ERTEs son la aceptación implícita de que, aunque la clase trabajadora es la que se está jugando el tipo, va a pagar también las consecuencias. No beneficia a los trabajadores, salvo que hayamos asumido que, de nuevo, el objetivo es minimizar las pérdidas de nuestra clase.
En esta situación, como siempre, hay quien solo obtiene el beneficio (o la no-perdida) y quien no obtiene nada. No podemos aceptar la derrota antes de jugar el partido, porque, literalmente, nos va la vida en ello.
La oportunidad de politizar la crisis
En estos días varios movimientos tectónicos han sacudido la economía. La inyección de dinero del BCE, la relajación del Pacto de Estabilidad y Crecimiento o la movilización de hasta un 20% del PIB en recursos por parte del Gobierno de España (y de otros en sus territorios) ha sido prontamente analizado como un torpedo en la línea de flotación del neoliberalismo. Sin embargo, antes del alzar las campanas al vuelo y sumarnos al entusiasmo de ciertos sectores del reformismo debemos hacernos algunas preguntas para evitar que cunda un alegría injustificada. ¿Quién ha dicho que el neoliberalismo está impugnado? ¿Acaso ha habido una organización social que haya planteado a las claras la necesidad de otro modelo? ¿Acaso la reacción ha sido ante el temor a un estallido revolucionario? ¿Ha sido un shock tal que la población se niegue a vivir en las condiciones anteriores? No, nada de eso ha pasado. Aún.
Esta crisis es, por todo lo anterior, una oportunidad que no podemos dejar pasar. De momento, y urge hacerlo, nadie ha asumido la tarea de plantear una impugnación del sistema, aun en el momento en que sus contradicciones son tan evidentes ¡incluso para los propios agentes de la burguesía!
No, tranquilos, el neoliberalismo no ha muerto. Tan solo se ha ido de vacaciones porque no hay ningún sector social que haya expresado claramente su voluntad por cambiarlo. Ningún gran capital quiere amenazar a otro ni se han colapsado las formas actuales de extracción de plusvalía. Ninguna organización obrera ha conseguido cambiar las relaciones de producción. El neoliberalismo está ahí, esperando a que este súbito parón se reestablezca, a que el contador vuelva a cero e, incluso, esperando para ajustar las cuentas en cuanto se atisbe un mínimo de normalidad. Porque eso es lo que está sucediendo, estamos en un punto de anormalidad cuyo horizonte es la vuelta a la normalidad previa: al neoliberalismo rampante. Debemos huir de la tentación de nuestro propio laissez faire, de la creencia de que porque se haya demostrado inútil, el capitalismo por sí mismo va a cambiar.
Y debemos huir de esa tentación porque corremos el riesgo de demostrarle a nuestra clase que ese dejar hacer no es voluntario, sino obligado la ausencia de estrategia, de una visión alternativa, rupturista y radical de la realidad que no sea simplemente un capitalismo de rostro humano con un poquito más de sector público que ha demostrado su franca incapacidad. Decía Lenin que la revolución no se hace sino que se organiza, pero para organizar algo hay que saber a dónde se quiere ir, cuál es el objetivo último que merece dicha organización. Es decir, cuál es la estrategia. En estas condiciones, tenemos la obligación política e histórica de pasar a la ofensiva durante esta crisis y la que seguro vendrá porque de lo contrario no podremos abroncar a nuestra clase cuando se eche en brazos de quien les dé un mínimo de esperanza y certezas por equivocadas que sean. Porque, y en nuestra mano está evitarlo, es normal que quien no conoce a Dios, a cualquier santo rece.