El 19 de febrero, con 86 años de edad, falleció Diego Castillo Agudo, un gran luchador comunista, como dice Manolo Pozo, que fue uno de sus mejores amigos.
El funeral ha sido un acto sobrio, sin ceremonia religiosa ni aspavientos. Como le habría gustado a Diego: sencillo, sincero y emocionante. Jose y Juan Diego, dos de los nietos de Castillo, se han dirigido a los presentes y nos han conmovido con sus palabras de cariño. Esto ha dicho Jose:
“Diego Castillo, mi abuelo, es la persona más genuina e íntegra que he conocido. Siempre tuvo mucho tino, incluso para elegir el día de su último viaje, un 19 de febrero, que no por casualidad coincide con el primer día de gobierno de la Segunda República. Podría contar mil historias sobre él, y me faltarían días para contarlas, pero lo importante de esas historias es que, en todas, el protagonista era otro al que él siempre ayudaba. Mi abuelo fue un idealista y a la vez un hombre de acción. Nunca dejaba a nadie indiferente, como decía mi buen amigo Seba. Junto a él aprendí la mayor de las lecciones: no rendirme nunca; tener fe en mí mismo, porque el que tiene fe en sí mismo no necesita que los demás crean en él. Aquí estamos para acompañar a Diego Castillo Agudo, un hombre que lo fue. Siempre te recordaré abuelo”.
Después, Juan Diego, otro de los nietos, ha vuelto a removernos con un poema dedicado a sus abuelos, a Diego y a Isabel, titulado “Lo que siempre tendré”, que empieza así:
“Tengo dos tesoros muy valiosos.
Son como dos libros abiertos que me enseñaron a leer.
Uno se llama Diego y otro la señora Isabel.
Con ellos aprendí lo que nadie quiere entender.
Que, si rallas aceitunas no te cortes las uñas.
Que, si coges espárragos no lo cortes tan abajo.
Que en esta vida todo está por pasar.
Que, si un día comiste tierno al día siguiente no habrá ná de ná.
Que, si tengo medio, te doy un cuarto.
Y si tengo algo, yo lo trabajo.
Que con menos de una brazá te da para una buena esparragá.
Qué me dices de las habas, qué tiernitas vienen naciendo.
Apúratelas que el buen comer está por llegar».
Diego Castillo fue un luchador, un hombre que apuró la vida hasta el fondo.
Escuchando a sus nietos uno tiene la certeza de que supo pasar el testigo de la bondad y de la conciencia.
Nació en un cortijo, en la finca de Coto Vera, en el término de Aljucén, en 1935. Allí, desde niño, aprendió a trabajar y a luchar con los suyos, con los de su clase. Aprendió la represión, la revuelta entraña de los ricos, que asesinaron a su hermano, su primo y su tío, por defender la República. A los 8 años empezó a trabajar en el campo, a cuidar animales y a segar forrajes para las vacas de otro. Y en 1950 empezó a trabajar en La Corchera de Mérida, donde estaría hasta 1965. Pero, junto al trabajo, también aprendió que la fuerza de los débiles reside siempre en el apoyo mutuo y en la unidad.
«Nos robaban todo lo que les salía de los cojones, no entraba nada en nómina, solo el triste salario. Hicimos el comité de empresa, en el que estaban Pedro Espinosa, Ángel Espinosa, Paco Camarón, Valeriano Colado-el Chispa-, Casiano Barragán y yo (…) Yo trabajaba por entonces en las autoclaves, si la producción de planchas las hacía más perfectas que los otros dos turnos, les quitaban dinero a ellos y me lo daban a mí. Y si era al revés, lo mismo. Les dije a los compañeros: esta gente lo que quiere es la guerra entre nosotros y esa guerra no puede existir entre compañeros. Lo haga quien lo haga mejor, cuando nos den las perras, venimos aquí y las partimos entre los tres.
Estuvieron de acuerdo y así lo hicimos algún tiempo. Pero como siempre, hay chivatos, la dirección se enteró. El que quiera el premio lo van a tener que coger las mujeres en el Economato. Pedro Espinosa, el compañero del comité, se enfrentó al jefe y le dijo: ¿Usted qué coño se cree? ¿No tienen bastante con humillar a los trabajadores, que también lo tienen que hacer con sus mujeres?».
Esto me contaba Diego hace seis años, que le entrevisté en su casa. La dignidad y el coraje de los humildes, renovado cada día.
En 1961 cayó la célula comunista de la Corchera, los bravos militantes que organizaban la solidaridad obrera y se atrevían a pintar en las paredes: ¡Amnistía para los presos políticos! Diego fue detenido y apaleado también por los esbirros de la Brigada Político-Social.
Luego, desde 1965, trabajaría en otras empresas como Corchero y Compañía, Carija, o Transportes Julman. Trabajando con Roberto Vázquez en Carija, arreglando un motor Piva, perdió un ojo. Pero nunca dejó de luchar. En el PCE, en la ORT, en el PCPE, en CCOO, en la Asociación de Vecinos, donde en cada momento pensó que podía encauzar mejor su rebeldía indomable.
Hablaba con admiración del sindicalista Juan Canet, pero también de César Lozano, el cura que salvó la vida a muchos republicanos. Hoy, su nieto Juan Diego, me recordaba un poema que su abuelo se aprendió de memoria: “Patrias Hermanas”, y que estos últimos días le recitaba.
También a mí me lo contó. En el año 1984, la Guardia Civil le bajó del escenario en Aljucén por recitarlo. El poema habla de la Primera República, del valeroso Torrijos y Marianita Pineda. Lo aprendió de los labios de su padre. Y su nieto lo ha aprendido de los suyos.
Josep Fontana recordaba la carta de una alumna suya que, a pesar de su enfermedad de cáncer no cejó en ningún momento de pelear solidariamente con quienes sufrían como ella: «Si he sido un eslabón más, muerte, ¿dónde está tu victoria?»
«¿El ramo o la bandera?», ha preguntado el trabajador de la funeraria, refiriéndose a que en el nicho sólo cabía una de las dos cosas, mientras sostenía la tricolor republicana en las manos. “La bandera”, ha respondido uno de sus nietos, acompañando el silencio unánime de los presentes. Diego Castillo vive.