Ser obrero y ser de derechas es sinónimo de imbécil. Pero por mucho que se empeñen en equiparar conceptos, ser demócrata y monárquico es, lo diga quien lo diga, imposible. Declararse republicano y respetar la institución de la realeza, es algo que se me escapa al entendimiento. ¿Cómo voy a respetar a quienes ostentan la Jefatura del Estado única y exclusivamente por haber nacido de un real útero tras un real polvo? Todo está un poco confuso con esta suerte de comportamiento en que se es, pero no se es.

Hablemos claro. Juan Carlos I, el campechano, el putero, el chorizo, el evasor, el que no conoce algo tan necesario como es el respeto, jamás ha hecho nada, ni para merecer el sueldo que cobra, ni para gozar de la consideración de nadie. Fue colocado a dedo por un asesino, estuvo a su lado mientras se masacraba, torturaba y encarcelaba al pueblo, le alabó el comportamiento, le aduló como a un padre, le eligió como maestro y juró los principios de la doctrina fascista, que por mucho que quiera ocultarse, peor aún, disimularse, bajo otros nombres más caseros, es la misma que vociferaban Hitler y Mussolini.

Cuando murió el Dictador, tampoco hizo nada. Como el fantoche que era y es, se limitó a seguir los dictados de la Socialdemocracia alemana, las órdenes de la C.I.A. y los mandatos del Gran Capital internacional. Aquí ese individuo no trajo nada. La democracia –la que tenemos, imperfecta, desmemoriada, francamente mejorable, obsoleta– se consiguió a base de sangre y lucha y, mal que nos pese, porque un país en calma servía mejor a los negocios de las grandes empresas que el que auguraban las calles, hartas y enardecidas, exigiendo libertad y justicia.

Luego llegó el famoso 23-F, ese remedo de golpe de estado, esa patochada que sólo cree quien quiera creerlo, quien no ve más allá de lo que le mandan ver. Basta repasar nuestra historia para descubrir que no fue sino el “remake” de la Restauración de Alfonso XII. El día antes de la entrada al Congreso, ninguno de los diputados que años atrás se habían opuesto al fascismo, se levantaba cuando entraba el monarca. Al día siguiente le aclamaban como el Salvador de la Patria. Para domar las mentes siempre fue necesario tener un diablo en contra de quien unirse y una figura paternal, casi un dios, bajo el que cobijarse. Y dado el profundo daño que han causado siglos de desprecio a la razón y la cultura, ¿quién mejor que un asiduo de juergas y francachelas, no un simple bravucón, sino el más chulo de todos? Nadie le reprochó que se saltara a la torera todas las normas de la decencia cuando mandó callar a Hugo Chávez. Todo lo contrario, hizo gracia su faltoso “¿Por qué no te callas?”. Nadie señaló que no se lo estaba diciendo a una persona con quien se puede estar más o menos de acuerdo, sino al representante democrático de un pueblo, a alguien que había sido elegido por sus conciudadanos, no una sino varias veces. Claro que eso a él, ni le va ni le viene. Nació rey y, como la Reina de Corazones de “Alicia en el País de las Maravillas”, solo considera una frase: “¡Que le corten la cabeza!”.

Eso sí. Hay que reconocer el mérito a los encargados de construir su figura de cara al público. Incluso hay quien defiende que cobrara comisiones porque, al fin y al cabo, España – ¡Páña, Páña, Páña! – ha salido beneficiada. Vamos a ver, ¿no cobraba ya un sueldo desorbitado por salir en la foto con sus amigotes, cenar con ellos, trapichear juntos y juntos facilitar los intereses de quienes les pagamos?

Pero, aun sabiendo todo esto y más que podemos imaginar, lo triste del asunto es que el revuelo causado por la vuelta a sus dominios, su inagotable fanfarronería cuartelera – “¿Explicaciones, de qué?” -, de nuevo oculta la realidad. Dicen los analistas, tan sabios ellos, que su regreso perjudica a la Institución de la Jefatura del Estado. ¿De verdad lo dicen en serio o es que son así de tontos?

Juan Carlos tuvo su Restauración en la figura de Tejero y Felipe, el preparado, el madurito canoso con cara de culo, tiene la suya en la figura del padre. “¡El Emérito nos salió un poco golfo, pero mira qué bueno es el niño!”

Y mientras, la fortuna de ambos, sin olvidarnos de la de la arpía fascista de la madre, aumenta y aumenta a nuestra costa.