La historia de cualquier organización política no existiría sin sus militantes, sobre todo la del Partido Comunista de España (PCE). Tenían un compromiso adquirido con su formación que a veces llegaba a estar por encima de la familia; era algo que les singularizó para el resto de sus vidas. La toma de conciencia de los comunistas formó parte de su sujeto colectivo en el seno del Partido determinando su cultura política y el espacio vital de militantes formado por sus ideas, por la obediencia y por la disciplina para apoyar la eficacia de la lucha política.

La labor protagonista que tuvieron los y las comunistas españolas en la lucha antifranquista estuvo marcada por la clandestinidad y por la dura represión. La memoria colectiva y las historias de vida de aquellos y aquellas combatientes, a través de sus experiencias y testimonios, reflejan unas biografías y sucesos muy sacrificados: detenciones, torturas, años de cárcel, fusilamientos, familias desestructuradas, desengaños personales… Sin embargo, se sintieron orgullosos de su pertenencia al PCE, dándole un sentido valioso a lo vivido por haber militado en la organización comunista española y pelear contra la dictadura franquista y el fascismo.

Un ejemplo de este tipo de militantes es Antonio Sastre López. Nació en Madrid, el 14 de marzo de 1923. Los primeros recuerdos infantiles fueron las alegrías y alborozos que hubo en su barrio madrileño, entre Alvarado y Estrecho, ante la proclamación de la II República, y su madre cosiendo una bandera tricolor. Conversando con Antonio a veces da la sensación de que el tiempo se para cuando su memoria le lleva a recordar los primeros bombardeos tras el inicio de la Guerra Civil, la evacuación hacia Valencia y luego a Tarragona, junto a otros centenares de niños -evitando que fueran víctimas de las bombas- y los buenos momentos vividos en La Pobla de Montornés, donde la familia de acogida serían otros segundos padres para él.

Antonio regresó a Madrid antes de finalizar el conflicto bélico, y supo que este había terminado cuando vio llegar dos camiones llenos de moros y falangistas por la calle de Francos Rodríguez, gritando: ¡Franco, Franco!, pegando a la gente, insultándolos y llamándolos “rojos”. Esa evocación iba acompañada por los sollozos de su madre y de las vecinas que, rápidamente y para que no les pasara nada, hicieron una bandera española para colgar en las ventanas; Antonio tuvo que dibujar el águila de San Juan en las telas. Desde ese día, a las 9 de la noche todos los vecinos del edificio tenían que formar y cantar el Cara al Sol con el brazo en alto, ante los insultos y amenazas del jefe de barrio de Falange. Una noche la familia Sastre no salió al rutinario mandato patriota y ocho falangistas armados rompieron de una patada la puerta de su casa, pegando e insultando a todos los allí presentes: a los padres, a Antonio y a una hermana que tenía unos 13 años. Uno de los falangistas cogió a otra hermana de 18 meses por la pierna, colgando boca abajo, y la apuntó con la pistola en la cabeza mientras la llamaba engendro rojo. Esta terrible experiencia marcó a nuestro protagonista: “Los falangistas me hicieron comunista, no tenía orientación política, no sabía lo que era, pero fueron los primeros en indicarme que había que luchar contra Franco”.

A los 17 años empezó a militar en el PCE

Antonio empezó a trabajar como aprendiz de chapista en el taller de un tío suyo y gracias a un compañero algo mayor que él, llamado José Cobos, entró en una célula del PCE con 17 años. La situación vivida en su casa, el hambre y la injustica que pasaba el pueblo madrileño y la represión de las nuevas autoridades que ejercían contra gran parte de la población, sobre todo en la década de los años cuarenta, aumentaron las ganas de Sastre de participar en una organización política antifranquista, como él comenta, “la más fuerte que había”.

La célula estaba compuesta por siete u ocho miembros y pertenecían al sector Norte. Al terminar la jornada laboral distribuían propaganda clandestina: Mundo Obrero y boletines, también hacían banderas republicanas y las pintaban en las paredes. Su radio de acción estaba entre Cuatro Caminos, Bravo Murillo y Quevedo. La sonrisa ilumina la cara de Antonio cuando rememora dos acciones de esa época. La primera fue cuando colocaron una bandera de grandes dimensiones en una torre de electricidad, enfrente de la comisaría de policía de la avenida de Reina Victoria; tuvieron que cortar la corriente eléctrica de la zona durante horas para quitarla. La segunda fue en una pegada de carteles. Antonio, que estaba de guardia, se encontró con un sereno, con garrote y chivato, preguntando que estaban haciendo. La rapidez de pensamiento de Antonio le hizo meterse las manos en el abrigo y simular que le encañonaba con una pistola diciéndole que o desaparecía o le mataba. Desapareció.

Le tocó el servicio militar en Ciudad Real y la dirección del Partido en Madrid le puso en contacto con otros comités ciudadrealeños. Allí aprovechó su destino como chófer del gobernador militar de la provincia para repartir propaganda por Ciudad Real, Puertollano, Almagro y otras localidades (escondía los periódicos debajo del asiento del propio gobernador), durante los casi dos años que estuvo en la mili. A su regreso a Madrid siguió formando parte de su célula comunista, hasta que en 1946, y tras otra proposición de Cobos, dio un paso más e ingresó en un grupo de acción, en el seno de la guerrilla urbana madrileña. Esta se formó a finales de 1944 con la finalidad de cometer actividades armadas y violentas contra el régimen franquista. Sastre formó parte de dos grupos integrados por cuatro jóvenes comunistas cada uno, cuyas misiones eran realizar acciones de protesta ante la carestía de alimentos, el hambre y las cartillas de racionamiento. El cometido era poner pequeños artefactos o petardos en tiendas de alimentación o ultramarinos como las Mantequerías Leonesas que tenían los escaparates llenos de jamones y quesos. Antonio Sastre sólo participó en una sola acción y no hicieron nada porque había mucha gente.

Una de las mayores preocupaciones de los comunistas en las actividades clandestinas eran las delaciones por parte de confidentes y soplones infiltrados en la organización Así cayeron muchos camaradas. Antonio sabía que estaba siendo perseguido y pensaba escaparse a Valencia o a Ciudad Real, pero no le dio tiempo. Le detuvieron (fue el último en caer) en el taller donde trabajaba cuando fue a recoger el dinero para su huida. Le llevaron a la Dirección General de Seguridad. Allí fue víctima de brutales palizas y torturas durante más de un mes, siempre de noche.

Tras declarar ante el juez represor del Juzgado Especial de Delitos de Comunismo y Espionaje, Sastre fue trasladado a la prisión de Alcalá de Henares, estando incomunicado durante un mes, hasta que fue acogido por sus compañeros de la dirección comunista e ingresado en la sexta galería. De ahí pasó, con otros centenares de presos, a la prisión toledana de Ocaña hasta que se celebró su juicio un año después. Le pidieron pena de muerte pero finalmente la condena fue rebajada a veinte años. Todavía hoy evoca en su mente el ruido de los sables de los coroneles que pegaban contra la mesa y sus gritos cuando los encausados solicitaban que se les juzgara por lo civil y no por lo militar.

Uno de los mejores recuerdos de Antonio Sastre es la camaradería demostrada por sus compañeros comunistas en el penal de Burgos, donde ingresó en 1948 para cumplir condena. A pesar de las duras condiciones vividas por el hambre, el frío y la represión de la política carcelaria del régimen, tiene excelentes palabras de agradecimiento hacia sus camaradas por la ayuda recibida en los estudios realizados de perito industrial en la denominada “Universidad de Burgos” (gran nivel del profesorado con intelectuales, ingenieros, catedráticos, etc.) por la solidaridad de las comunas, en los grupos de trabajo y de formación política y en la confección y preparación de las publicaciones periódicas clandestinas. En 1953 Sastre salió en libertad provisional (desgraciadamente no pudo disfrutar de su madre porque murió en diciembre de ese mismo año de cáncer) fijando su residencia en Madrid. Trabajó como chapista en un taller mecánico. Y como tantos otros, él también sufrió la represión y desigualdad laboral: estuvo a punto de ser nombrado encargado de carrocerías en la fábrica de Pegaso pero por sus antecedentes penales no llegaron a contratarle. Con el paso de los años, montó su propio taller, donde facilitó trabajo a camaradas que salían de prisión, y luego se hizo perito en una compañía de seguros. No dejó de militar en el PCE. Hacía los dobles fondos para los coches clandestinos del Partido, donde escondían propaganda, y formó parte del Comité Provincial de Madrid. En la década de los años setenta fue uno de los fundadores de una pequeña organización comunista en el pueblo madrileño de San Martín de Valdeiglesias, llegando a tener más de cuarenta militantes.

La humildad y la moderación son rasgos identitarios en la personalidad de este experimentado luchador, que forma parte de ese colectivo de personas que lucharon contra imposiciones dictatoriales y totalitarias.

En la prisión de Burgos en 1950, junto con un perro en sus manos