Vivimos una gran paradoja. Nunca como hasta ahora el poder de los medios había sido tan importante. Y nunca como hasta ahora, los periodistas habían sido tan sumisos ni habían renunciado tanto a rebelarse contra el poder. ¿Cuál es el truco? Sencillamente haber creado un sistema laboral, de dependencia consumista, de cobardía que ha logrado la obediencia de los intelectuales y la neutralización del díscolo.

No es tan sencillo como limitarse de acusar a periodistas e intelectuales de cobardes. Son muchos elementos. Uno de ellos es la supervivencia laboral. Algunos son famosos y ricos, y sí les podemos acusar, como dijo Orson Welles, de “traicionar para salvar sus piscinas”, pero otros necesitan su trabajo sencillamente para sobrevivir. Otros se han dado cuenta de que disentir no es eficaz, su valentía se perderá en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia, como diría el replicante de Blade Runner.

Hasta aquí la reflexión material y pragmática, pero hay que recordar la que se está perdiendo en estos tiempos: La dignidad, el valor de haber hecho lo que exigía la conciencia y la coherencia. Algunos piensan que en esta vida dejarán un gran proyecto empresarial; otros, una familia que les quiere mucho; otros (los más afortunados), que se van a otra vida mejor. Pero algunos estamos convencidos de que lo mejor que dejaremos es la sensación de haber luchado por lo que creíamos. “Confieso que he luchado”, dijo el gran Marcelino Camacho.

Sin duda jugamos en terreno enemigo. Pero habría que pensar si lo tenemos difícil por las condiciones impuestas o porque son (no seré yo quien se considere mejor) pocos los valientes.

¿Qué pasaría si esos periodistas de un medio de comunicación miserable que hacen un paro cuando les congelan el sueldo o ven la posibilidad de un despido, se hubieran rebelado cuando en portada publicaban las mentiras de armas de destrucción masiva en Iraq, o cuando silenciaban casos de corrupción por órdenes de arriba, o cuando apoyaban con sus informaciones envíos de armas para la muerte y negaban la noticias con las opciones de diálogo?

¿O si los intelectuales o tertulianos que son eliminados de las televisiones por su valor no se contaran con los dedos de una mano, sino que fueran un centenar?

¿O si los valientes que firman un manifiesto digno fueran miles en lugar de decenas?

Es decir, si fueran muchos los que no traicionaran para mantener sus piscinas, ni tampoco sus habichuelas. Si tuviéramos memoria para recordar que la historia de la humanidad se ha forjado con el valor de hombres y mujeres que dieron su vida por mejorar el mundo y no se dejaron comprar por un plato de comida.

Tampoco estoy pidiendo dar la vida, ya lo dijo el subcomandante Marcos, la primera obligación de un guerrillero es que no te maten, pero al menos que en nuestra hambre mandemos nosotros. Como le dijo aquel jornalero andaluz al capataz que quería hacerle trabajar por una miseria.

Quizá va siendo hora de que los intelectuales y los periodistas vayamos aprendiendo de los jornaleros.