Si hay algo permanente en la historia de la humanidad, han sido las guerras, bien como forma de conquista o de resolver conflictos, siempre con la mirada puesta en el “botín”, aquello que se va a ganar o añadir a costa del derrotado. Podría pensarse que con la evolución del humano inteligente iría reduciéndose la barbarie, mas si volvemos la mirada al siglo pasado (y todavía tan cercano), encontraremos uno de los más sanguinarios de la historia, enmarcado entre el genocidio armenio (1915) y el tutsi (1994), con todos los episodios intermedios, sobradamente conocidos.
Inquieta comprobar que esta tendencia continúa, observando las pretensiones hegemónicas de las “potencias” y el imparable gasto militar que alcanzan los 4.000 millones de dólares diarios. Sin embargo, no puede ignorarse cómo la cultura de paz se ha ido abriendo camino en este sombrío panorama: la eficacia de la no violencia ha sido puesta de manifiesto en los movimientos liderados por Gandhi, Lanza del vasto, Luther King o César Chávez, además del altísimo ejemplo de las Madres de Plaza de Mayo.
Nelson Mandela supuso un símbolo de reconciliación, y los acuerdos ganaron en la apuesta por la naturaleza (Protocolo de Montreal) o la paz (Irlanda del Norte). Países tradicionalmente enfrentados, como Francia y Alemania, se integran en una Unión, y la sociedad civil –pensemos en el movimiento ecologista- asume la acción directa no violenta en sus acciones.
Las raíces de la violencia se han estudiado, afirmando con Helder Cámara, que su origen es estructural: cuando existe injusticia, desigualdad, exclusión…, hay violencia que, posiblemente, generará respuestas violentas. Sin embargo, el tiempo de la revolución, vigente hasta los años 80 del pasado siglo, parece concluido. A ello han concurrido varios factores, como el fin de la política de bloques, la hegemonía del sistema occidental, con sus deslumbrantes escaparates, la falta de alternativas viables y creíbles, y la confianza en la democracia como forma de conseguir victorias políticas. Pero la democracia tiene horizontes limitados porque sus representantes son gestores de poderes económicos. La frustración se canaliza a través de procesos migratorios (que se acentuarán por razones ambientales) de difícil encaje, delincuencia, terrorismo y, nuevamente, por guerras de “baja intensidad”, pero no menos devastadoras.
El riesgo actual es evidente. Junto a las pretensiones hegemónicas y las incertidumbres energéticas y minerales, la injusticia se refleja en conflictos como Palestina y los estados fallidos a consecuencia de las intervenciones occidentales; junto a la pobreza, cóctel criminal que azuza los enfrentamientos en buena parte de las regiones africanas como Somalia, Chad, Congo o Sudán del Sur.
Así las cosas, el mundo no puede quedar impasible ante los riesgos potenciales que, generados por las ambiciones de unos pocos pueden comprometer para siempre el planeta. La injusticia y la pobreza deben ser combatidas como garantía de una paz segura, y en ese camino la sociedad civil está llamada a ocupar un lugar protagonista, exponiendo lo que el poder político y mediático no se atreven a señalar. Hay dos vías posibles y debemos volcarnos en llevar adelante la cultura de paz. No hay caminos para la paz, nos recuerda Gandhi, la paz es el camino. Por ello, deben desarrollarse prácticas de mediación, integración, resolución de conflictos, comunicación no violenta…, que formen desde pequeños en la cultura del respeto, el diálogo y la paz.
En el ámbito social, el pacifismo continúa siendo un eje imprescindible, apostando por la reducción de los gastos militares y por las políticas de desarme. En las guerras injustas (¿cuál no lo es?) hay que llamar claramente a la objeción y la deserción y promoviendo, la estrategia de no colaboración, defendida por los movimientos no violentos para rechazar y no participar con aquello que daña y destruye. Ante un poder que cada vez controla más todos los medios, hay posibilidad de responder y ofrecer alternativas. Ambos verbos deben ir paralelos –denuncia y anuncio- pues ante una posible quiebra o colapso, opción nada descartable, siempre podrán abrirse caminos no violentos para nuevas formas de convivencia, más fraternales, equitativas y solidarias.