En su decálogo del buen cuentista, el gran escritor uruguayo Horacio Quiroga afirmaba que para decir «el agua del río está fría», no había más palabras que esas; esto es, no cabía adjetivo alguno a no ser que quien quisiera añadirlo, lo hiciera con el ánimo de aportar algo más, o también, desvirtuar el sentido de lo escrito.
De sobra es conocido que quienes marcan las líneas editoriales de los grandes medios de comunicación, normalmente no suelen ser grandes escritores. Es más, normalmente son otros quienes plasman literariamente las ideas que, fielmente, significan la misión para la que los grupos de presión – los auténticos dueños de la información – les pagan, y que no es otra que la de mostrar la realidad bajo un único punto de vista, el que a ellos les conviene.
El problema es que, en nuestras pretendidas democracias, dado que la Información se supone independiente y veraz – (sic)- , ese punto de vista no puede aparecer tal cual a ellos les gustaría que apareciese. No es de recibo que, por ejemplo, leyéramos en un titular: «El hijo de puta de Chávez nos ha nacionalizado nuestro petróleo», que, al fin y al cabo, es lo que piensan. Eso traería graves consecuencias. Y no me refiero solamente a las protestas que el gobierno venezolano pudiera elevar ante el español, sino sobre todo a que una parte de la población acabaría por pensar que si el petróleo está en Venezuela, lo normal es que sus beneficios sean para los venezolanos y no para los cuatro mangantes de Repsol, que además nos lo venden carísimo. No, de lo que se trata es de que «la hijaputez» de Chávez cale en la población de tal manera que parezca que afecta a todos y no sólo a sus abultados bolsillos. Entonces surge el adjetivo. A su nombre se le añade machaconamente el adjetivo de populista y, el presidente que ha ganado limpiamente más elecciones en el continente americano, se convierte, a ojos de la opinión pública, en un dictadorzuelo propio de una república bananera.
Lo mismo sucede pero al revés, cuando al jefe del estado del Vaticano, ese pozo de retrógrados y usureros, se le añade el adjetivo de Santo al sustantivo Padre y el de sagradas a sus pertenencias, cuando ni es padre de nadie, ni sus pertenencias – por ejemplo la capilla de la Universidad Complutense de Madrid – son tales y menos aún, sagradas. Si lo son para unos cuantos, bien, lo respeto, pero que sean esos cuantos quienes corran con sus gastos y no todos. Sin embargo el daño del adjetivo está ahí. De alguna manera lo santo y lo sagrado, hacen reclamar a la ley el respeto a las creencias, pero sólo a unas. ¿O es que no me ofenden de igual manera las procesiones de semana santa que ocupan las calles, mi espacio natural aunque sea ateo? ¿No es más grave que me atronen con sus campanazos domingo tras domingo, que el que unas jóvenes denuncien en un espacio público, como es una dependencia universitaria, el daño que históricamente ha causado la Iglesia?
La izquierda abertzale, resulta que no puede presentarse a las próximas elecciones porque, según los jueces independientes y ecuánimes – ¡Ja, ja, ja! – es heredera de Herri Batasuna. Si sólo se dijera eso, ¿no tardaría, tarde o temprano, la opinión pública en pensar que qué pasa con los del PP, herederos directos de quienes promovieron y sustentaron la cruel y obscena dictadura de Franco?; ¿y el rey, siempre a su vera, a la verita suya?. Lo mejor es colocarle a lo de izquierda abertzale otro adjetivo; mejor es llamarles izquierda radical, que eso si que acojona, ¿o no?.
Ahora, ya como colofón, lo mejor es lo del adjetivo que se ha dado en añadir a Izquierda Unida en los medios de domesticación de masas. Conscientes de que no hay más izquierda parlamentaria que esta formación y dado que su práctica y discurso podría calar en la población, nada mejor que un buen adjetivo que haga ver a ésta que es del todo inútil votarla. Y este no es otro que el de minoritaria. Así como suena, que lo sepamos. A partir de ahora somos la izquierda minoritaria. Claro que se debe referir a la mamporrera ley electoral y no a los votos reales. Y eso es en lo que habría que insistir, aunque a riesgo de parecer pesados.
¡Nucleares jamás! ¡No a la guerra!. Así, sin adjetivos.