El 19 de junio, decenas de miles de personas salimos a la calle a expresar nuestro rechazo al Pacto del Euro. ¿Qué es y de dónde viene ese Pacto? Básicamente es la expresión de las condiciones exigidas por Angela Merkel en febrero pasado para seguir poniendo dinero para los «rescates»; un catálogo de medidas agrupadas básicamente en dos grandes líneas. La primera dirigida directamente contra los trabajadores: salarios vinculados a la productividad, flexibilidad y reducción de cotizaciones sociales. La segunda persigue obligar a los distintos países a homologar sus condiciones en función de los intereses del capital alemán: introducir en las constituciones la limitación del déficit, armonizar el impuesto de sociedades y unificar la regulación del sector bancario. El tal Pacto, firmado por los 17 países del Euro y por otros seis más, no es resultado de un debate del Parlamento Europeo, ni siquiera de la patética Comisión, ni aún del Consejo Europeo (la reunión de los jefes de Estado y de Gobierno) como tal. No es una ley, ni una directiva europea, ni un reglamento. Es el programa del gran capital centroeuropeo para resolver sus problemas y consolidar una devaluación permanente del llamado modelo social europeo que ha sido adoptado como propio por 23 presidentes y jefes de gobierno elegidos por sus pueblos respectivos a los que, sin duda, no han consultado.
La lógica que se ha instalado en la Unión Europea para gestionar la crisis ha dejado atrás toda pretensión de guardar las apariencias democráticas.
El denominado Paquete de Gobernanza que se discute en el Parlamento Europeo, y que pretende aprobarse este mes de julio, no es más que un código de multas a los países que incumplan los objetivos de déficit; sobre lo que se discute es sobre la cuantía y si la pone el motorista o debe ser el juez. Qué esto se esté haciendo bajo presión de los dos países que más veces y en mayor grado han incumplido los límites de déficit -Francia y Alemania- demuestra para lo que vale la eurocámara. Vista la experiencia de lo que puede ocurrir cuando se le da la voz a la gente como ocurrió en el referéndum francés, o recientemente en Islandia, la forma de hacer política en Europa ha cambiado. Merkel y Sarkozy deciden y el Parlamento y la Comisión ponen los globos y las banderitas.
Resulta interesante observar que entre quienes no han firmado el pacto se encuentran tanto Suecia como el Reino Unido. ¿A qué se debe esta discrepancia? En ambos países gobierna la derecha neoliberal por lo que no será por prejuicio ideológico. Pero ambos son países que han rechazado integrarse en el euro. En el caso británico, porque su especialización internacional -la intermediación financiera- le exige conservar el control sobre la moneda y la regulación de los bancos. Un curioso debate enfrenta hoy en día al Reino Unido con Alemania y Francia. En la pretensión de fijar una regulación financiera común, los británicos proponen que se llegue a un acuerdo sobre el mínimo de capital que se le exige a los bancos para responder ante problemas pero que cada país pueda elevar ese mínimo si lo desea. Alemania y Francia dicen que no, que ese mínimo ha de ser también máximo. Detrás de esa discrepancia aparentemente técnica se oculta la posibilidad de que los bancos alemanes y franceses, después de todo, estén peor que los británicos. En este país fue donde más rápidamente se intervino en la crisis financiera llegando a nacionalizar algunos bancos. Si hubieran sido parte del euro y hubieran estado sujetos a la disciplina del Banco Central Europeo hoy estarían como Irlanda pero quince veces más grande.
La negativa sueca es aún más interesante. Se especializa en la exportación de productos de contenido tecnológico avanzado y bienes de capital, al igual que Alemania. Precisamente el razonamiento de Merkel es el siguiente: «si queréis euro tenéis que aplicar a escala europea la clave del éxito alemán: presión sobre los salarios para potenciar las exportaciones». La respuesta sueca es lógica; allí también se presiona y se recorta pero, ¿para qué necesitan el euro? Sin moneda propia, con su sistema financiero y fiscal sometido a normas alemanas, Suecia se convierte en Austria. De ahí su negativa.
La competitividad no es el problema sino la trampa
El gran capital europeo está atrapado en un dilema. Necesita salvar a los bancos y para ello estabilizar el euro, y por otro lado es imperativo recuperar el crecimiento. Para salvar el euro sin hacer que los bancos paguen los platos rotos se tiene que impulsar la austeridad pero la austeridad ahoga las perspectivas de crecimiento a corto plazo. La solución provisional y precaria que se ha encontrado está en la competitividad. Algo unánimemente celebrado por los empresarios que saben que competitividad significa salarios bajos en todos los idiomas de la Unión. En paralelo, y como estamos viendo estos días, se está buscando la forma de que los bancos se coman, por lo menos, un poquito del marrón y reestructuren la deuda en el caso más urgente, el griego.
Con cierto retraso y timidez, los sectores más vinculados a la socialdemocracia y la CES están empezando a responder. Proponen una serie de alternativas, algunas de puro sentido común pero otras, que de una forma u otra ya están siendo implementadas. Así, se pretende que parte de la deuda pública de los países se transforme en unos denominados «eurobonos» emitidos por la UE o alguna de sus instituciones lo que permitiría aliviar la presión sobre los países más endeudados. Otra medida propuesta, que coincide con la que defiende el Partido de la Izquierda Europea, es un programa de inversiones para la recuperación económica y la creación de empleo. Se propone también un aumento de la regulación del sector financiero, la tasa Tobin y un aumento de la coordinación económica.
Siendo todas estas medidas razonables, el problema radica en que de puro razonables ya se están aplicando en cierta manera. Por ejemplo, los «eurobonos» ya están en el Fondo Europeo de Estabilización, sólo que con la participación del FMI, el bombero pirómano. La coordinación económica y la regulación financiera es lo que se está discutiendo en el Parlamento Europeo en estos momentos. Y si la UE sobrevive a esta situación, tarde o temprano veremos llegar algún tipo de programa de inversiones e incluso un Presupuesto Europeo más amplio.
Son medidas que hacen falta pero que no resuelven el problema. No hay salida sino se rompe con la lógica de «ser competitivos para recuperar el crecimiento». Al contrario, se reforzará la depresión. Conviene recordar que el Pacto por el Euro se llamaba inicialmente «pacto por la competitividad». Sólo un giro hacia la atención a las necesidades sociales, la ocupación de las personas paradas y la solución a los grandes retos ecológicos puede dar una oportunidad a Europa como proyecto. La fuerza capaz de provocar ese giro parece demasiado lejos hoy día. Lamentablemente, el PIE es demasiado pequeño y está demasiado prisionero de las viejas formas. Otros camaradas y amigos tienden a encerrarse en la defensa de sus posiciones nacionales. La CES no parece capaz de organizar otra cosa que desganadas manifestaciones protocolarias dentro del horario laboral de los liberados. Pero, ¿quién sabe? ¿Quién podía prever el 14 de mayo lo que pasó al día siguiente?
Javier Navascués es Secretario de Economía del PCE