No hay nunca buenas noticias con las que desayunarnos. Ni siquiera tienen la condescendencia de soltarnos alguna en el telediario de la noche para que podamos conciliar el merecido sueño tras la jornada de trabajo o la angustia de otra más en el paro. Parece que fuera preconcebido. Algunos dirán que las buenas noticias no venden. Que sólo la sangre, la catástrofe el asesinato o la tragedia es lo que mueve al público a prestar atención. Pero es mentira. Existe una voluntad clara de bombardearnos con desgracias con un único y malévolo fin, el de darnos miedo y hacernos sentir culpables.

La culpabilidad y el miedo siempre ha dado buenos resultados. Ahí están los maestros de su utilización perversa, las religiones y a la cabeza de éstas, las monoteístas.

Basta echar una ojeada a los periódicos o pasar un rato frente al televisor para que las malas nuevas sobre la economía mundial no solo nos golpeen el hígado, sino que además lancen un dedo acusador contra nosotros, señalándonos como culpables. Las fluctuaciones de la bolsa consiguen preocuparnos como si en ello nos fuera la vida y, a pesar de no entender sus índices y puntos percentuales, acabamos por creer que somos partícipes de sus bajadas, aún a sabiendas que cuando ésta suba, jamás vamos a gozar de sus ganancias. Un escalofrío nos recorre el cuerpo cuando escuchamos eso de «lunes negro en las bolsas» como si ese pornográfico juego de especulaciones fuese parte de la economía real, algo así como la agricultura por poner un ejemplo, y no el reparto del botín fruto del saqueo manejado por una pandilla de gangsters. Y sin embargo, logran que nos sintamos precisamente eso, agricultores a quienes se les ha olvidado regar el sembrado, o tal vez, malos agricultores por haber echado demasiada agua y anegado los cultivos.

Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, nos dicen, y por más que sea cierto, no lo es menos que esas posibilidades no eran sino las directrices que nos marcaban y nosotros, estúpidamente, aceptábamos. Basándose en ello – y en el hacernos sentir culpables – ahora cargamos con el peso de la incapacidad y despilfarro de los dirigentes políticos – meros auxiliares administrativos, al fin y al cabo, con todo mi respeto a esa profesión – y el abuso y latrocinio de los sumos sacerdotes del capitalismo. Cabe si acaso maldecirles o mentarles a la madre y demás familia. Pero aunque eso sí encuentre eco en los medios de comunicación, hay una parte esencial en esta estafa llamada crisis que vivimos, que no se nombra y si se hace, es tímidamente, muy tímidamente.

Las guerras, las sucesivas guerras que se llevan sucediendo en los últimos años, no aparecen como principales agentes causantes del vaciado de nuestras arcas. Y esas son el auténtico agujero negro.

Por no aparecer, no aparecen como tales, sino como misiones humanitarias portadoras de paz, progreso y democracia aunque el burka siga sometiendo a las mujeres afganas, el grito de «Alá es grande» llene la boca de los supuestos revolucionarios libios y sean las grandes corporaciones multinacionales de la energía, la construcción y el armamento las únicas beneficiarias de la masacre.

El ejército, nuestros tan bien valorados ejércitos, son el pozo sin fondo a dónde va a parar el fruto de nuestro trabajo. Y no para defendernos – que nunca lo han hecho – sino para actuar de mamporreros de BP, ACS, Ferrovial, Repsol y otras bandas similares de auténticos cuatreros.

Luego, eso sí, no habrá dinero para educación y la sanidad habrá que costearla doblemente mediante el copago.

Si quieren defendernos, que invadan la Bolsa, las Agencias de calificación o Wall Street. O mejor que no hagan nada, que se disuelvan, no vaya a ser que sea peor.