Parece que se ha puesto de moda en nuestro país la ficción audiovisual sobre el universo del narcotráfico, especialmente en lo tocante a la vía de entrada gallega, y los ríos de consecuencias trágicas que deja a su paso. Así las cosas, y después del rotundo éxito televisivo y literario de Fariña, llega a las salas de cine Quien a hierro mata de Paco Plaza, un director que escapa con esta cinta de su habitual encasillamiento en el género de terror para adentrarse en las trincheras del cine negro.
La película narra las peripecias de un enfermero (Luis Tosar) atormentado por un pasado de vinculaciones familiares con la heroína, a cuya clínica llega un importante capo gallego con una enfermedad terminal en avanzado estado. El enfermero, a las puertas de la paternidad y del asentamiento de una vida convencional y deseada, se ve vencido por sus fantasmas interiores y se entrega a una vorágine que, de forma inevitable, acabará mal. Los mimbres levantados por los guionistas, Jorge Guericaechavarría y Juan Galiñanes, prometen un cesto sólido que no trascenderá su condición de promesa y dejará al espectador sumido en una turbadora sensación de desaprovechamiento y medianía.
El planteamiento del guión, como decimos, es solvente y podría haber dado de sí una trama de interés. Sin embargo, a partir del minuto treinta la película cae en picado, sostenida únicamente por las brillantes interpretaciones de Tosar y de un magnífico Xan Cejudo (que falleció después de concluir el rodaje) pero poquito, muy poquito, más.
Quizá las expectativas eran muy altas, quizá este decorador no tenía su día más receptivo, quizá existieran demasiados quizás. Pero esta película resulta especialmente fallida por lo que se le presuponía en su elección de género y tono, por la expectativa levantada y la sosería con la que se desarrollará durante el resto de metrajes (excepción hecha del giro final testamentario).
Todo es previsible, salvo el giro referido, en esta historia, a pesar del buen cartel de unos guionistas que o se han dormido en los laureles o han visto mutilado su trabajo. Tampoco hay ritmo. Ni suspense. Ni siquiera el efectismo eficaz (aunque un tanto facilón) que el director mostró en trabajos pretéritos.
Nadie puede poner en duda que Paco Plaza conoce bien su oficio, que es un artesano certero y capaz. Pero en esta cinta demuestra una carencia de chispa, de vida, de pulsión, absolutamente necesaria para enganchar al espectador. Todo es correcto pero nada está vivo, desde la dirección de fotografía hasta la puesta en escena. Imposible suspender Quien a hierro mata en dominio del oficio. Tan imposible como vibrar o emocionarse con su propuesta descafeinada y de recuelo.
El mayor valor de la cinta es su condición de rara avis en el panorama cinematográfico patrio, poco dado a las incursiones en el género negro, al margen del siempre notable y deseado Enrique Urbizu. Pero con eso no basta. Sería preciso un compromiso mayor con el género y sus consecuencias más extremas, más implicación en la dinámica lisérgica que planteaba la génesis de este guión. Y es que la película es demasiado quirúrgica o clínica, demasiado correcta… y completamente carente de las visceralidad que pedía a gritos. Lo peor, sin duda, los flashback sobre la agonía del hermano. Absolutamente prescindibles. Lo mejor, como se ha dicho, los dos actores protagonistas (bastante mediocre, por cierto, el resto del reparto… a veces insustancial y en otras ocasiones pasado de rosa y sobreactuado…).
Me hubiera gustado, en fin, que me gustara el plato preparado por Paco Plaza, pero me ha dejado frío como la sopa de un hospicio. Y con la misma preocupante sensación de cosa insípida. Quien a hierro mata es, en fin, un guiso sin sales ni avíos; un pan sin sal. Comida aburrida de hospital vendida como cocina de sabores excelsos. Una pena.