La elección de Ursula von der Leyen como Presidenta de la Comisión Europea constituye un hecho histórico de considerable importancia. Ella es la expresión de la aristocracia alemana, que ya era la columna vertebral del Reich bismarckiano, rica, ordoliberalista, belicista y muy cercana a la canciller Angela Merkel. Von der Leyen representa a la la clase dominante alemana que hoy lidera la nueva fase de la llamada «construcción europea», y que promete ser decisiva para la evolución del orden mundial de poder en un futuro próximo.

Antecedentes históricos

Considerando el rol decisivo que jugó Alemania durante todas las fases de formación de la actual Unión Europea y, teniendo en cuenta que ningún jefe del llamado «ejecutivo» de la UE ha podido eludir la influencia de este país, Un análisis comparado de la anterior presidencia alemana de la Comisión es muy útil para entender la importancia del momento presente. El primero en ocupar esta posición, creada en enero de 1958, fue otro alemán: Walter Hallstein, un hombre de la Unión Demócrata Cristiana- CDU de Konrad Adenauer, muy vinculado a los EE.UU., reconocido como uno de los padres de la Unión Europea y autor de la llamada «doctrina Hallstein». Esta doctrina se basaba en el reclamo de Alemania occidental de una «representación única del pueblo alemán», por lo tanto considerando cualquier apertura de relaciones con la RDA por parte de un tercer Estado como un acto hostil que se traduciría en la inmediata interrupción de las relaciones diplomáticas con el gobierno de Bonn.

En esencia, durante aquella fase histórica, la presidencia alemana de la entonces Comisión de la Comunidad Económica Europea reafirmó radicalmente la función de la CEE dentro del diseño antisoviético concebido en Washington. Este diseño se basaba en la compleja relación dialéctica de los principios de «containment» (contención), conceptualizado por George Kennan como un cerco para orillar al campo socialista hacia el estancamiento y el declive, y el «roll back» (retroceso), cuyo padre fue John Foster Dulles, que consistía en rechazar sistemática y brutalmente cualquier avance del movimiento obrero a escala global, mediante instrumentos económicos, políticos, ideológicos, terroristas o militares. Hay que recordar que también Italia pagó un alto precio en vidas humanas como consecuencia de tal trama.
En aquella, como en todas las etapas sucesivas de la política exterior de los Estados Unidos durante la Guerra Fría, la Alemania de Bonn fue la más fiel ejecutora de las políticas estadounidenses. Así, el imperialismo alemán, que había sido derrotado en la Segunda Guerra Mundial, se levantó nuevamente, con la bendición y el apoyo de los EE.UU., para restablecer su poderío a nivel económico, financiero y, por lo tanto, político. Pero además, y en incremento acelerado, a nivel militar, lo cual ha permitido a Alemania reaparecer en la escena mundial como protagonista, tras la desaparición del campo socialista y la anexión de la RDA.

El surgimiento de la hegemonía alemana en Europa

En la actualidad, la historia europea y mundial atraviesa un nuevo punto de inflexión decisivo mientras el imperialismo alemán, más sólido que nunca en sus orientaciones estratégicas y favorecido, tanto por las debilidades de sus competidores como por las de sus interlocutores privilegiados, se erige como el intérprete del cambio en curso. Para ello se ha preparado históricamente, desde el Tratado de Maastricht ha ido adoptando la fisonomía que los monopolios alemanes han diseñado rigurosa y arduamente con este fin.

Al evaluar el desarrollo de los acontecimientos de las últimas décadas que han culminado en la fase actual, viene a la mente la famosa reacción del ex secretario del Partido Comunista Italiano, Alessandro Natta, al tener conocimiento de la caída del muro de Berlín: «Aquí se derrumba un mundo, la historia cambia … Hitler ganó … Su diseño se realiza, después de medio siglo». Los hechos probaron que tenía razón. Desde 1989 hasta el presente, el imperialismo alemán ha subordinado gradualmente al resto de los imperialismos europeos a los que ha encandilado con su irresistible hegemonía, Alemania ha ido configurando el área económica europea, el mercado más rico del mundo. Previamente a su exitosamente logrado «espacio vital» alemán ya tuvo un poder decisivo para hacer de la unión monetaria un instrumento que expandió su capacidad financiera, y también su capacidad militar, sirviéndose eficientemente de la «libre circulación de personas» dentro de la Unión Europea, un principio altamente sugerente y «progresista», para practicar una política de reducción salarial dentro del propio mercado laboral alemán. Gracias a ello, ha adquirido una vitalidad extraordinaria como exportador internacional y ha utilizado sus ganancias para convertirse en uno de los principales acreedores internacionales de los Estados Unidos – estos últimos, siempre fuertemente favorecidos en la competencia global – para influir lo más posible en las políticas de sus competidores. Así comprobamos la extraordinaria capacidad de la política para organizar y conducir el proceso de centralización y concentración del capital, y también se confirma macroscópicamente la concepción gramsciana del bloque histórico: en la dialéctica actual entre estructura y superestructura, los elementos supersestructurales representados por la ideología, la política y la organización estatal alemana han contribuido poderosamente a transformar las relaciones estructurales, primero a escala continental, y después a nivel mundial.

Pero ahí no termina todo: frente al auge económico, político e ideológico del imperialismo alemán, los demás imperialismos europeos han sucumbido políticamente, marchando a la deriva de la subordinación y la decadencia.

Italia

El caso de Italia, que a pesar de todo sigue siendo el segundo mayor exportador europeo, es emblemático: la dirección política de nuestro imperialismo ha renunciado, sistemática y disciplinadamente, a cualquier ambición hegemónica, para favorecer una inclusión remunerativa de la burguesía monopolista italiana en el nuevo orden continental y mundial. La regionalización de nuestra estructura administrativa, que una vez más corresponde al diseño de la llamada «Europa de las regiones» más allá de las fronteras obsoletas de las naciones, es quizás la consecuencia política más notable de esta postura: se abandona a la mayor parte del país a la putrefacción económica, productiva y social, para favorecer a las áreas territoriales más «competitivas» – en particular a Lombardía, que produce una cuarta parte del PIB nacional – en el nuevo sistema continental.

Por lo tanto, no asombra la sobresaliente concordia y avenencia de absolutamente todos los partidos patronales italianos, desde la Lega hasta el Partido Demócrata-PD, a la hora de defender el razonamiento de la llamada «autonomía diferenciada». No hemos de engañarnos atendiendo a los matices diferenciales adoptados por estos partidos para azuzar una pantomima de “oposiciones” que teatraliza lo que no es más que una falsa disputa entre «pro-europeos» y «populistas»: las regiones del norte, encabezadas por Lombardía, se proyectan como la «perla del sur» de la nueva Europa, en contrapunto al resto del país (principalmente el sur y las islas), al que se trata y administra como a una reserva de mano de obra migrante, bien útil para proporcionar el ejército de reserva de mano de obra barata, pero competitiva, que todos los sectores económicos explotan para fomentar la espiral de reducción salarial en las áreas geográficas destinadas a ser el motor de la potencia europea que, por supuesto, guarda un paralelismo con lo que fue Alemania Occidental durante la Guerra Fría.

Francia

Por otro lado, no se puede afirmar que este fenómeno suceda sólo en Italia, también se da en los imperialismos en declive de Europa occidental. Hace tres meses, hubo en París una demostración plástica del proceso en marcha durante el desfile militar del 14 de julio: las cámaras difundieron imágenes a escala global del presidente Macron, otro títere del capital financiero, mostrando con orgullo la potencia militar francesa al servicio de la «construcción europea» y al de una muy complacida Angela Merkel. Mientras, el son de las bandas militares era eclipsado por los silbidos y los gritos de ira de la clase media empobrecida y de los trabajadores franceses que, desde el otoño pasado, han tomado las calles semanalmente con sus chalecos amarillos para manifestarse y protestar con fragor. Su bien dirigida ira se expresó en ocasión del último aniversario de la toma de la Bastilla, prueba de que las clases populares francesas tienen una comprensión de los problemas actuales y de sus enemigos.

A partir de las consideraciones arriba expuestas, se esclarece el poder de Alemania en su rol determinante para la evolución de la «construcción europea», y queda manifiesto el notable salto cualitativo de los monopolios alemanes, los cuales, tras la dura derrota hitleriana –en pos de una primacía basada en la dominación conquistadora- ahora abrazan un tipo de hegemonía mucho más refinada y multifacética. Un poder dirigido intelectual y moralmente que se sustenta en la primacía económica sobre los procesos en curso. En este sentido, podríamos aducir que este tipo de «Cuarto Reich» alemán supone una ruptura con el modelo fracasado que representa la experiencia hitleriana, para alcanzar un sofisticado equilibrio entre diplomacia y brutalidad basado en aquel que Bismarck supo dirigir y ejecutar eficazmente durante el Segundo Reich.

Rusia y China

Si, como creemos, el paralelo con la era bismarckiana es adecuado para identificar las raíces políticas del surgimiento de la Alemania actual, y también para entender la elección de Ursula von der Leyen a la presidencia de la Comisión Europea, entonces hemos de revisar el momento en el que el equilibrio bismarckiano se ejercitó en dos direcciones: por un lado en el «espacio vital» centroeuropeo amenazado al oeste por las potencias competidoras (Francia y sobre todo el Reino Unido), y al este por una inmensa maquinaria Rusa, económica y socialmente obsoleta. Hoy nos enfrentamos a una coyuntura similar.

La izquierda ha quedado, en gran parte, huérfana tras la Guerra Fría. Y en uno de sus lances se atrinchera en una lectura binaria de la política internacional que ansía oponer un presunto monolito atlántico -compuesto principalmente por los Estados Unidos y la UE- a otro bloque, representado generalmente por las economías emergentes que suelen meterse en el mismo saco (los BRICS). El papel de Rusia en el mundo contemporáneo está siendo sobrestimado. Lo cierto es que existe una tendencia generalizada a enfatizar su centralidad respecto a las tensiones políticas globales. Se puede afirmar que el volumen y la riqueza de sus materias primas, su potencia militar -heredada de la URSS- y su próspera industria armamentística la aventajan prominentemente, particularmente a nivel diplomático. No obstante, la economía rusa no goza de semejante valía en sus relaciones estructurales, y este últimofactor es decisivo para evaluar el papel de Rusia desde una perspectiva global e internacional. Desde los últimos años de la URSS de Gorbachov,, la Alemania imperialista ha delineado sagazmente su rol.

Desde la década de 1990, marcada por la llamada «amistad estratégica de la sauna» que inauguraron Kohl y Yeltsin, el capital alemán ha ganado mucho poder en la nueva Rusia, asfixiada por el capitalismo primitivo y depredador de los oligarcas. Esta circunstancia se agudizó durante el gobierno del Partido Socialdemócrata- SPD de Schröder cuando el capital financiero alemán, los gigantes rusos de la energía, los oligarcas y los hombres de gobierno se confabulaban escandalosamente. La prueba de tales escándalos se encuentra en el mismo Schröder quién, después de perder las elecciones federales de 2005 que coronaron a Merkel como canciller, aceptó su asignación, apoyada por el gigante energético ruso Gazprom, a la cabeza del consorcio multinacional Nord Stream AG. Este consorcio construiría el gasoducto destinado a transportar el gas ruso a Alemania atravesando el Báltico y evitando así el tránsito por el terreno hostil de las ex repúblicas soviéticas y de los miembros orientales de la UE. En Septiembre de 2017, momento culminante de la campaña electoral alemana, Schröder fue designado por el mismo Putin a presidir la junta directiva de Rosneft, el otro gigante energético ruso.

No es difícil deducir que la relación entre el ex canciller socialdemócrata de Berlín y el presidente ruso que, entre otras cosas, resultó en una sólida amistad, va más allá de la escandalosa asociación entre un ex gobernante de una nación «democrática» y «occidental» y un «autócrata», como caricaturiza la «prensa libre» que dirige la ideología atlántica. También manifiesta la complementariedad que une a uno de los principales actores imperialistas, codicioso de materias primas y salidas para sus inversiones y sus exportaciones ( particularmente en el sector industrial), con su perfecto opuesto: una Rusia que basa su economía en la exportación de gas y de petróleo, azotada por una moneda débil y con enormes áreas de subdesarrollo que la debilitan ventajosamente para otros. Así ha funcionado Alemaniadurante las últimas décadas.

No obstante, el imperialismo alemán no pasa por alto la amenaza que supondría el desarrollo y progreso económico ruso. Ahí está su magistral jugada: cultiva su asociación estratégica con las oligarquías rusas al tiempo que trabaja concienzudamente en rebajar el poder internacional de Rusia. A veces en alianza con los Estados Unidos, y otras siguiendo su estrategia autónoma.

Un claro ejemplo de esto se dio en Ucrania, a donde Ursula von der Leyen, como ministra de defensa, envió militares y drones bajo el pretexto de asegurar el respeto a los acuerdos de Minsk, pero con el propósito real de apoyar al gobierno instalado en Kiev tras el golpe de 2014, en guerra contra el pueblo de habla rusa de Donbass. Pero hay otros ejemplos: indagando más observaremos cómo la Unión Europea, hegemonizada por Berlín, se asegura de que Moscú corte lazos con los países del área ex soviética, como Bielorrusia y Kazajistán, acelerando procesos de «desrusificación» que orbitan el enriquecido espacio económico europeo. Este proceso se ve favorecido por el resentimiento anti-ruso que anima a grandes sectores de esas poblaciones, incluso dentro de las fronteras de la Federación Rusa. Durante las últimas décadas de la era colonial, la ambición de la Alemania hitleriana era hacer de la URSS las «Indias alemanas», ambicionando así superar brutalmente a la sangrienta colonización británica de India. Hoy podemos afirmar, según el paradigma neocolonialista, que tal proyecto sigue en marcha, aunque más sutil y ponderadamente dadas las condiciones actuales. Si no cabe duda de que la dirección política rusa es consciente de esto, esta por ver si podrá manejar su asociación económica con el vecino europeo (que a corto plazo reporta jugosos beneficios) sin salir mal parada y derrotada a largo plazo.

Como era de esperar, la proyección hacia el este del capital alemán no se detiene en Asia Central: Alemania es el único país europeo que cuenta con un excedente en su balanza comercial con China, el gigante de la manufactura mundial. Por otro lado, se ha de tener en cuenta que China atraviesa una difícil transición en búsqueda de un modelo económico capaz de «armonizar» reformas de mercado que se han desarrollado en choque ideológico con el socialismo, primordialmente en la estructura económica y en la superestructura estatal. Las exportaciones alemanas a China, impulsadas por el sector mecánico y el automotriz, revelan la esencia de la actual división internacional del trabajo: los altos segmentos de la producción siguen dominados por las potencias occidentales aunque Beijing intente conquistarlos y coseche éxitos en algunos sectores. La contradicción central para China es que sus rivales, los Estados Unidos y la Unión Europea, son también su principal mercado de exportación, lo cual depara un destino problemático para su economía.

La grotesca controversia que levantaron los acuerdos económicos firmados por Italia y China hace unos meses no hacen más que corroborar la subordinación de las clases dominantes italianas a la hegemonía alemana. Los protocolos firmados en Roma durante la visita de Xi Jinping llevaron a la Lega y al Partido Demócrata a una esperpéntica agitación propagandística anti-china. Paradójicamente, pues supondría atentar contra las más elementales reglas del «mercado» y sabotear los réditos económicos que beneficiarían al patronato italiano, los dos partidos han estigmatizado al unísono esas colaboraciones. Este aparente absurdo adquiere un cariz racional a la luz de la subordinación consciente a los monopolios dominantes del mercado internacional que actúan los Estados.

Qué está en juego y qué contradicción hay entre los Estados Unidos y Alemania

Este último punto es clave para entender el momento histórico que vivimos: la constitución de un nuevo tipo de relaciones y de nuevos equilibrios de poder que provoca la liberalización de los mercados a escala mundial. En este terreno los monopolios alemanes chocan con su competidor directo, quién también es su obstáculo más amenazador: el aventajado imperialismo estadounidense.

Como sabemos, los grandes monopolios internacionales apostaron por un resideño fisonómico de los mercados desde la postulación del «nuevo orden mundial», liderado por los Estados Unidos, como salida de la Guerra Fría. La ideología de la «globalización» que fomentó Clinton durante la década de los ’90, y contra la cual muchos nos movilizamos en Génova en el verano de 2001, no superó los problemas estructurales del monopolio de poder político y militar estadounidense, ni garantizó los logros deseados por la potencia que emergió victoriosa tras el colapso del bloque socialista. La dificultad que experimentan los Estados Unidos para mantenerse como la única superpotencia, marcada por el fracaso de la ideología de la globalización, ha creado brechas en sus poderes que el imperialismo alemán ha sabido aprovechar en pos de su resurgimiento. El reconocimiento de este fracaso trasluce en el viraje hacia la administración «neoconservadora» de George W. Bush que se impulsó tras el gobierno de Clinton.

El rechazo europeo a la Segunda Guerra del Golfo fue protagonizado por la Francia de Chirac – empoderada en el Consejo de Seguridad de la ONU- y respaldado por Bélgica (no casualmente sede de las instituciones de la UE) y Alemania en novedosa alianza con Rusia. Así se logró paralizar e incapacitar a la OTAN. Muchos recordarán cuál fue entonces la declaración de Condoleezza Rice, asesora de Seguridad Nacional de Bush,: «Castigar a Francia, ignorar a Alemania, perdonar a Rusia». Así comprobamos que Rice era algo más que la criminal de guerra que todos conocíamos, también era intelectual y analíticamente capaz de interpretar la coyuntura geopolítica internacional. Otro factor que no debe olvidarse es el vínculo que entonces alineaba al Reino Unido, Italia, España y los países del este con la administración de los Estados Unidos: otro indicio de una hegemonía alemana en ciernes, proyectándose hacia la «construcción europea».

La presidencia de Bush fracasó aun más que la de Clinton en el intento de estabilizar el poder y la hegemonía estadounidense. En 2008, cuando la administración de Bush llegaba a sus últimos estertores, uno de los máximos teóricos en política exterior, Zbigniew Brzezinski, ex consejero de seguridad de Jimmy Carter, publicó un ensayo titulado: «La última oportunidad: la crisis de la superpotencia estadounidense» (edición italiana: Salerno editrice, Roma 2008). Tras analizar el fracaso de los tres presidentes que ocuparon la Casa Blanca al concluir la Guerra Fría, Brzezinski indicaba en su ensayo cómo dar una «segunda oportunidad» a la primacía de los Estados Unidos: mediante la consolidación de la integración económica en el área atlántica y con una asociación política fortalecida con Europa. Incluso si esto conllevase sacrificar parcialmente valiosos márgenes de maniobra, como la autonomía de sus políticas respecto a otros actores y países. La voz de Brzezinski, valorada y apoyada por muchos, alentaba una postura que terminaría por afirmarse en la nueva administración democráta que tomó el poder en enero de 2009.

Siguiendo esa línea, la presidencia de Obama alcanzó algunos éxitos significativos. Logró erosionar la solidez del eje franco-alemán y poner en contradicción a los estados europeos respecto a la agresión contra la Libia de Gaddafi en 2011. La oposición alemana a esta intervención quedó aislada y a la contra del bloque formado por Reino Unido, Francia e Italia, que contaba con el apoyo de Washington y quedaba reafirmado por la inercia de Rusia y China. Así se ejecutó uno de los crímenes más atroces de este comienzo de siglo: la destrucción de Libia, que provocó su crisis humanitaria. Este conflicto también condujo a la realineación velada de Alemania con el resto del bloque atlántico, que se confirmaría en el linchamiento de Gaddafi. Según algunas fuentes, la posición del convoy en el que viajaba el líder libio fue revelada a los bombarderos «aliados» por los servicios secretos de Berlín. Y el disparo que remató a Gaddafi fue perpetrado por un agente francés.

Durante los ocho años de su presidencia, Obama se centró principalmente en la integración económica del área del Atlántico como única vía para asegurar la primacía estadounidense a largo plazo. De esta estrategia resultó el TTIP (Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión), un acuerdo de libre comercio que comprende negociaciones secretas entre los Estados Unidos y la Unión Europea, y que comenzó a negociarse en 2013. Este tratado, que pudo haberse extendido a Canadá, proponía una integración económica sin precedentes entre ambas potencias.

Pero desde 2011, los acontecimientos y las tensiones geopolíticas se han alterado aceleradamente. La profundización de la crisis social en Occidente tiene consecuencias políticas importantes. En Europa, de importancia primordial ha sido la victoria del Brexit en el referéndum de 2016 que decidió sobre la permanencia del Reino Unido en la UE. Esta situación es una amenaza explosiva a nivel ideológico, y por ende para la cohesión de una Unión liderada por Alemania. Tal circunstancia pone de manifiesto la ira popular contra las injusticias y por el resurgimiento de la pobreza causado por la arrogante y ordoliberal Alemania, que inflige violentamente sus políticas para gestionar el colapso de naciones enteras, como Grecia, para su propio beneficio. Pero la situación es también perjudicial para la política que proyectó Obama, debido a la cual hubo una flagrante interferencia estadounidense en los asuntos internos de Londres con el fin de frenar este proceso, afectando la libre expresión del voto de los ciudadanos británicos Con la victoria del Brexit en el referéndum, la influencia de los Estados Unidos en los asuntos europeos se quebró fuertemente, pues el rol del Reino Unido como «cinturón de transmisión» dentro de la UE fue cercenado. Así, el cordón umbilical del Atlántico quedó tan debilitado como lo estuvo durante el enfrentamiento con la Francia gaullista en la década de 1960, generando una situación sin precedentes que el liderazgo alemán ha logrado, hasta ahora, manejar con cierto éxito.

Más adelante, en 2016, las negociaciones del TTIP se estancaron debido al rechazo alemán, secundado por Francia, de las imposiciones estadounidenses.
En noviembre de 2016, la continuidad de esta política estadounidense, que apostaba por trabar relaciones con Europa, sufrió un nuevo golpe con la victoria electoral de Donald Trump. El éxito de Trump responde a la crisis social que sufren los estados manufactureros de un país azotado durante décadas por una dogmática e híper-liberal desindustrialización y por una violenta represión de los sectores más pobres de la sociedad.

No parece casual que uno de los frentes inmediatamente abiertos por Trump contra Europa tras asumir el cargo fuese el relacionado con la OTAN, que hoy representa uno de los principales elementos de desequilibrio en las relaciones de poder entre EE.UU. y UE. La OTAN nació hermanada con la «construcción europea» en el marco de la Guerra Fría y de la estrategia antisoviética de Washington, que complementaba a la de la Comunidad Económica Europea y a otras anteriores.

La Alianza Atlántica se extendió hacia el este hasta la frontera rusa, y hacia el sur con la admisión de Colombia como estado asociado, pero este instrumento se ha ido minando en conflictos como la guerra en Irak y en Libia, y por contradicciones que se han manifestado en momentos cruciales, hasta el punto de desvelar divergencias paralizantes entre los Estados miembros. El origen de esta situación crítica se encuentra en el choque entre la posición estadounidense y la alemana. Esta coyuntura explica la aceleración del rearme que algunas naciones del viejo continente adoptan autónomamente, principalmente Alemania, y el nuevo impulso que toma el eslogan y la propaganda que defiende la construcción de un ejército europeo, que de hecho está ya en marcha.

De ahí la insistencia de Trump en aumentar las exigencias financieras a los «aliados europeos» para sostener a la OTAN. Así legitima la presencia de tropas estadounidenses en Europa, situación que complica aún más el desequilibrio en las relaciones de poder. Este tipo de presiones son otra prueba del declive agonizante en el que ha entrado la Alianza entre los dos lados del Atlántico. No obstante, no ha de desestimarse un posible resurgimiento de la OTAN, en el marco de los esfuerzos de los EEUU por reafirmar su primacía.

La nueva administración estadounidense se ha dedicado a enterrar el fallido TTIP para entregarse a guerras comerciales de geometría variable y a impulsar políticas arancelarias de importación con el fin de desbaratar la convergencia de intereses entre sus competidores. Entre tanto, el nuevo inquilino de la oficina oval se ha dedicado a atacar pública y reiteradamente a Alemania, despejando cualquier duda sobre la contradicción que hace tiempo vislumbrábamos. Lo único que ha logrado con esto es consolidar la hegemonía alemana en Europa y dar vía libre para que la Unión Europea tome el relevo en el establecimiento de nuevos modelos de mercados mundiales, a saber, la estipulación de acuerdos bilaterales de libre comercio destinados a reducir las garantías sociales y de salud, creando un «mercado libre» mundial en el que solo cuente el poder y la competitividad cuantitativa. Este nuevo golpe acabaría con los oropeles tradicionales de la «democracia liberal», tales como la soberanía popular y el poder legislativo de los parlamentos.

En poco tiempo, la Unión Europea ha firmado este tipo de acuerdos bilaterales con Canadá, Japón, Vietnam, México y Singapur, y no queda mucho para que se cierren con Mercosur, Australia y Nueva Zelanda, entre otros. El mayo 2018 la Unión Europea estableció que estos acuerdos ya no serán ratificados por los parlamentos de los países miembro. Mientras, el modelo de arbitraje internacional que se empleará para lidiar con disputas económicas terminará de rematar la descomposición de las instituciones políticas “liberales” que, hoy en día, no son más que vestigios inoportunos para un capitalismo sediento de un tipo de ganancias que sólo los mercados globales reportan, si se incrementa la reducción de su control. En estos momentos podemos afirmar que la fuerza motriz de la Unión Europea se iguala a su paradigma originario en sus diversas fases constitutivas. El imperialismo alemán, su influencia económica e ideológica, ha desempeñado un papel decisivo en la conformación del panorama político actual.

Conclusiones

La argumentación arriba expuesta clarifica por qué la presidencia alemana de la Comisión Europea, ocupada por Ursula von der Leyen – y tan fuertemente caracterizada social e ideológicamente- ha de interpretarse como un síntoma de la entrada en un estadio histórico de alarmante gravedad. No es una coincidencia que Trump parezca dispuesto, aún con la torpeza que le caracteriza, a intentar resucitar el TTIP: está en juego la conquista del trono desde el que se estipulará la fisonomía que tendrán los mercados mundiales del futuro. Así, nuestras vidas están, una vez más, a merced de la burguesía monopólica que ostenta el poder.

No obstante, hay márgenes de maniobra que permitirían orquestar una lucha política: el Brexit es un potencial e inesperado, elemento de colapso que pondría en peligroso jaque a Berlín y a Washington si las fuerzas populares se alzasen en combate durante o después de la salida. No cabe duda de que tal desenlace se hace improbable dadas las profundas contradicciones que afectan el Partido Laborista de Jeremy Corbyn, pero no es imposible. En este sentido, esta lejos de ser erróneo – podría incluso afirmarse que es el camino acertado- el apoyo que casi todas las fuerzas de la izquierda comunista británica conceden al líder laborista. Por estas razones, el apoyo a un Brexit progresista ha de ser la consigna interpellés a todas nuestras fuerzas durante el próximo otoño, en tantos países como sea posible. Si un modelo de ruptura con la Unión Europea se impusiese, dando lugar a un alzamiento y a una movilización de las clases populares, se abriría una vía para el resurgimiento de movimientos en pos de una transformación social que desafiasen a un poder político financiero cada vez más sofocante y, por ende, a sus instituciones tecnocráticas. Las organizaciones y partidos progresistas y democráticos están llamados a actuar al respecto : está en juego la posibilidad de un retorno a la autonomía de la clase trabajadora, a pesar de los esfuerzos de todas las oligarquías y todas las tecnocracias.

También ha de considerarse que las fuerzas progresistas estadounidenses se están fortaleciendo y que hay una mayor participación popular y apoyo a las consignas de estos movimientos. Este es un hecho de vital importancia. La batalla por la justicia social, racial, de género y medioambiental en los Estados Unidos denota una emergencia de posturas políticas independientes que, si llegan a consolidarse, podrían conducir a cambios en el país muy ventajosos para las clases trabajadoras. Si este potencial se realizase, se podrían incluso imponer cambios cuya profundidad, imprevisibilidad y repercusiones se extenderían positivamente a nivel global. Obviamente no estamos cerca de tal coyuntura, al contrario. Pero dado es panorama político actual todo es posible, y los indicios alentadores se están multiplicando.

Por otro lado, también en Europa continental ha tenido lugar un progreso de los movimientos de masas. Tal es el caso de Francia donde, durante los últimos tres años, observamos una evolución, si bien todavía limitada, de una izquierda reafirmada por su sindicato más fuerte, la CGT- Confédération Générale du Travail. Esta situación apunta a una vía de lucha posible y a la posibilidad de orientar la indignación social a un movimiento de transformación radical. Pero para ello es primordial trabajar desde una subjetividad política consciente, organizada y capaz de interpretar y dar forma a las aspiraciones de aquellos que han sucumbido cínicamente a la precariedad y a la insostenible violencia del sistema que nos rige. Una vez más, la cuestión seminal es la autonomía de clase.

Estamos en el umbral de un cambio de época: queda por dilucidar si las masas populares serán un actor independiente o un objeto pasivo. Y poco importa que los fenómenos de los movimientos de izquierda aquí mencionados tengan características sociales e ideológicas contradictorias, inmaduras e incluso, a veces, viciadas por el oportunismo o el rechazo a aceptar la posibilidad de revertir radicalmente el interpellés: si reconocemos que la derrota de nuestro movimiento en 1989-1991 acarreó el destierro de la teoría revolucionaria del horizonte conceptual de las masas, entonces comprenderemos que nuestro papel es recuperarla, si bien enfrentar una tarea tan ardua exige flexibilidad táctica y la adaptabilidad.

Si no actuamos, la presidencia von der Leyen estará en condiciones de cumplir con su cometido y avanzará en la construcción del «Cuarto Reich»: la superpotencia europea que, bajo el liderazgo alemán, competirá con Estados Unidos y con China por la primacía en los mercados del mañana. La otra posibilidad es que, una vez más, la supremacía del imperialismo estadounidense se reafirme sobre el área del Atlántico y sobre el mundo entero. Ninguna de las dos opciones es preferible: en ambos casos, el resultado será un desastre ambiental, social y económico arrollador.