El otro día volví (muy oportunamente) a visionar la película de Mario Camus sobre la novela de Miguel Delibes. Dos artistazos que, uno tras la obra del otro, nos han ofrecido una imagen estremecedora (por real) de la España cortijera como modelo de gestión y eterna como ejemplo de incapacidad evolutiva.

Y cuando estaba en lo más jondo de la emoción de ese drama agrario, se me empezaron a superponer en el recuerdo las imágenes de otros dramas de nuestra españolidad, como el folklórico desfile cantado (“Americanos, os recibimos con alegría”) de la bienvenida berlanguiana a Mr. Marshall o las disquisiciones tecnológicas sobre la importancia de la varilla estabilizadora para el cohete que fabricamos en Calabuch.

Por otro lado, las imágenes más llamativas de este pasado Estado de Alarma (y Confinamiento) estaban agolpándose en mi cabeza, demandando un hueco en el inacabable peliculón nacional que ya está mereciendo una actualización que no solamente incluya el yo de Ortega y las circunstancias de Gasset.

Porque nuestros episodios nacionales de hoy no son solamente balcones aplaudiendo o caceroleando sino la aparición de nuevos personajes y, sobre todo, de novedosas circunstancias.

Cierto que hemos tenido a los de siempre: señoritos tipo Iván o administradores de suciedades como el don Pedro interpretado magníficamente por Agustín González, expresivo hasta provocarnos el vómito. Pero estamos viviendo los albores de lo que llaman nueva normalidad que me parece una suculenta mezcolanza de ciencia ficción con sainete.

Seguimos teniendo muchos Paco el Bajo queriendo pasar por habitante de las grandes superficies y no de la dehesa porcina. No ha cambiado el fondo de la relación entre nuestros señoritos cortijeros, los Pacos de siempre y aún los nuevos que toman el relevo en condiciones de explotación que, aunque parece difícil de comprender, son casi peores que las de antaño. Pero nuestro Paco nacional ha cambiado poco en cuanto a servilismo, simpleza y tendencia a que se le aparezcan los espejismos por las rutas imperiales. Aunque hace ya tiempo que, con lo de venirse a trabajar a la capital, por un momento hasta te puedes creer que eres El tigre de Chamberí, manejando la modernidad tecnológica con la voluntad forzada de José Luis Ozores cargando con su disfraz de marciano.

A estas alturas de la película ya sabemos (o podemos saber si nos sacudimos la pereza de pensar) quiénes y cómo interpretan la versión actual de los personajes que Delibes captó con tanta perspicacia en la realidad de su tiempo. Lo que no sabemos es cómo ni cuándo aparecerán los robocops para echar una mano a don Pedro (el administrador de la finca, no me sean mal pensados), que –por cierto- podría ser un replicante. Con poco trabajo: el mantenimiento de la nueva normalidad se apoya en pantallas llenas de mensajes sucesivos que nos infantilizan ofreciendo sin discusión posible las razones de nuestra obediencia ciega.

No lo decimos en España, salvo algunas voces. En Francia, hasta un editorial de Le Monde Diplomatique habla de una sociedad confinada, infantilizada, acobardada por la acción de cadenas informativas que no paran en su labor de nutrir a una población a la expectativa, pasiva, manipulada.

Resulta apasionante imaginar a los próximos Santos Inocentes sobreviviendo entre el teletrabajo, la escuela en casa, la inteligencia artificial y la vida democrática transmutada en un programa de fidelización de clientes. El futuro ya tiene una consigna: los humanos son riesgos biológicos, las máquinas no.