Viví en mi juventud en Sevilla y fui nazareno de su Cristo del Gran Poder. Ahora leo que su imagen va a pasar una semana en tres barrios muy pobres, de los que Sevilla tiene cinco de los doce peores de España.

Isidoro Navarro, antropólogo como yo, dice con razón que eso es como “darle una aspirina al que tiene cáncer”, creando una esperanza celestial en quienes han perdido la fe en las autoridades.

Por supuesto, como añade, no hay que reírse de las personas que en su miseria ponen desesperadamente su fe en ese Cristo. Sin embargo, ese remedio, con dosis extra de ritual sacro, debe ser, excepto para los fanáticos, un gran grito de alarma por su pésima situación y una indignada denuncia contra las élites que intentan, con una religiosidad farisaica, la que más condenó Jesús, tapar la falta de una elemental justicia a orillas del Guadalquivir.