Una llave oxidada es introducida en la cerradura y esta se desbloquea con un escalofriante clack. El chirrido de la puerta metálica al abrirse me saca al instante del inconsistente sueño en el que me encuentro, si es que se le puede llamar sueño. El corazón me va a mil por hora. Por el número de manos que se posan sobre mi ensuciada ropa, intuyo que me rodean dos personas.

–¡Levanta, rojo! Hora de pasear. –ordena una de las voces que hace apenas unas horas me secuestró. No me dio tiempo ni a verles la cara, tan solo sus uniformes falangistas antes de que me retuvieran y me cubrieran la cabeza con un saco mohoso, el mismo que en estos momentos llevo encima.

Me levantan como quien agarra a un cerdo antes de sacrificarlo, o peor incluso, me levantan con odio. Recibo un golpe directo en el estómago con una especie de palo duro y frío. Será la punta del fusil. La sacudida va dirigida sin justificación, a pesar de que ya he empezado a caminar, da la impresión de que mis secuestradores necesitan pegarme. Es algo vital para ellos.

Al recibir el porrazo tropiezo, pierdo el equilibrio. Casi vomito dentro del saco. Recibo otro ataque en la cara, esta vez con lo que parece ser la culata.

–¡Que te levantes, te digo!

Noto que me sangra la nariz, pero obedezco. No sé adónde me llevan, o bueno, en realidad sí lo sé, lo he sabido desde el primer instante.

Salgo cojeando al exterior. Un viento frío, a pesar de ser verano, se me mete por la camisa. Tiemblo. Avanzo procurando no enojar de más a mis secuestradores. Otros camaradas habrían forcejeado, les habrían insultado… pero yo no, no por ahora. Debo mantenerme vivo mientras pueda, y eso implica hacer caso.

No hay sol al otro lado de la tela. Es de noche. Me esposan. Oigo un motor. Dos focos blanquecinos. Un coche. Con un empujón, como si tuvieran prisa, me obligan a entrar.

Nada más sentarme percibo que tengo a alguien junto a mí, y en frente, y a ambos lados. ¿Amigos o enemigos? Supongo que un poco de los dos. No tiene sentido que destinen tantos efectivos a ocuparse de alguien como yo, y si así fuera, es un honor, sin duda. Significa que he dado guerra, que he cumplido.

Cierran la puerta. Nos ponemos en marcha.

No sé cuánto tiempo estoy ahí. No pienso en nada y a la vez en todo. En cuánta gente estará pasando lo mismo que yo en estos momentos, a lo largo y ancho de la República. En cómo me gustaría meterle una bala en la cabeza a todos y cada uno de mis secuestradores. Entonces recuerdo que no soy como ellos, que igual no sería capaz de matar a alguien, porque dicen que es mucho más difícil de lo que parece. Pienso en quienes lo pasan mal, la gente y la libertad por la que llevo toda mi vida luchando, que defender lo que yo creo justo me va a llevar a la muerte. Pienso en mi familia, mi querida familia, en el legado que les dejo, lo egoísta que soy por haberla abandonado de esta manera.

El motor se detiene. Un nuevo chute de adrenalina me devuelve a la realidad. Abren la puerta y a tirones termino fuera del vehículo. Ahora sí, me quitan el saco. Para mi sorpresa, hay un cura esperándome al otro lado.

–¿Algún pecado que confesar? –me dice sin más.

Contengo una carcajada. Esa frase me confirma que de esta noche no paso. Ya no tiene sentido contenerse.

–Nos vemos en el infierno. –respondo.

Otro golpe en el estómago. El mismo falangista de antes me tira de los pelos y comienza a arrastrarme enfrente de los dos automóviles que han traído al lugar. Ahora sí le veo la cara.

–¿Me vas a disparar tú? –le digo. Me devuelve una sonrisa socarrona.

–Habría preferido al maricón, pero lo cierto es que contigo tengo más que suficiente. No te muevas, si no quieres ser el primero que empiece a chorrear sangre.

Echo un vistazo al sitio. Es una explanada. El terreno está húmedo, perfecto para cavar una fosa común. La oscuridad de la noche me impide distinguir nada más. Desconozco dónde me encuentro. ¿Y si corro? Estoy dolorido y el falangista no deja de apuntarme con el fusil. No llegaría a dar dos pasos.

Sacan a más gente de los coches, todos pasan por el cura. Los van colocando a mi lado. Terminamos formando una fila recta y ordenada. Enfrente se disponen nuestros asesinos, a contraluz de los faros de los vehículos. Es una visión aterradora, pero, por algún motivo, una extraña calma me invade. Es curioso, una vez aceptas que estás a punto de conocer la muerte, dejas de tenerle miedo.

Quiero posar la mirada en el hombre que tengo a mi derecha.

Él también me mira. Nos reconocemos.

–Señor Galadí. –me saluda. Trago saliva.

–Señor García Lorca.

El falangista líder alza el brazo con un sonoro «arriba España», pero no le presto atención, tengo la mente perdida en un catorce de abril. Suenan los disparos. Por fin, silencio.

* * *

Salgo de la facultad a paso acelerado, más que de costumbre, con la respiración agitada y el ceño fruncido. Dirijo los ojos a la acera mientras camino. Oigo la voz de mi amiga desde atrás.

–Espera, ¿a qué viene tanta prisa? ¿Es por los dibujos que te he hecho en la agenda?

Me ajusto la mascarilla y doy media vuelta para dedicarle una mirada alegre. Los dibujos… desde luego, si los profesores nos vieran; no parecemos universitarios. Esbozo una sonrisa.

–No, no, tranqui, es por otra cosa mucho más seria –me río, acto seguido, se me ensombrece el rostro–. Ahora te cuento.

Tomamos el autobús de línea y durante los treinta minutos que permanecemos dentro le expongo la situación. Ella se dedica a recibir cada frase con las cejas enarcadas y los ojos cada vez más abiertos y brillantes.

–¿No es increíble? –comento al acabar.

–Y tanto, la verdad. Sobre todo teniendo en cuenta que ya ha pasado mazo de tiempo. –me responde.

–Ya ves. No sé, la verdad es que me asquea y agrada a partes iguales. Que hagan falta tantos años para algo como esto es…

es… .

–Una mierda.

–Sí, justo. –suspiro.

Me bajo en Escolapios. En condiciones normales no lo haría, pero necesito ir al Ayuntamiento, o bueno, en realidad no sé a quién acudir. Por eso me dirijo allí, a preguntar qué tengo que hacer.

Cruzo el Puente de los Monos, llamado así por las estatuas de animales que custodian sus extremos, que en verdad representan leones, pero están tan mal hechas que parecen monos. Paso la Fuente de las Granadas, la avenida ancha cuyo nombre no recuerdo, la Fuente de las Batallas y Correos, al lado del Burger King. Subo la calle. Llego a la plaza del Ayuntamiento.

Entro. Un guarda de seguridad me corta el paso. Desde el lateral, una mujer me dirige la palabra.

–¿Desea algo, caballero?

Voy hasta ella móvil en mano y le muestro el titular de la noticia que hace apenas una hora me ha hecho salir de la facultad con el corazón a mil. La señora le echa un rápido vistazo a la pantalla. «Descubiertos los restos del represaliado Federico García Lorca, poeta granadino de la Generación del 27».

–¿Qué desea? –inquiere de nuevo, una vez lo ha leído. Trato de serenarme.

–¿Con quién tengo que hablar para reclamar un cuerpo de la fosa? Un familiar mío fue fusilado junto a Lorca. A mí y a todos nuestros parientes nos interesa recuperar sus restos… en homenaje a su persona y a su memoria.

La mujer se muestra sorprendida. El guarda también. Trago saliva. Ni siquiera sé si he hecho bien acudiendo allí, pero siento que se deshace un nudo en mi interior, que suelto un lastre. Calma.