Lo reconozco. Últimamente ando un poco desesperado. No es la primera vez que me pasa, aunque es algo que, con los años, creí haber superado. Cuando me enfrento a la estupidez continuada y masiva, algún mecanismo oculto se revuelve en mi interior y se me dispara la acritud. No es solo una situación anímica, un no saber dónde está mi sitio. La ausencia de la razón me provoca tal cambio de carácter, de natural apacible, que me vuelvo un ser irascible y, a veces, incluso violento. Sí, violento.
De nada me valen consejos, ni terapias de la índole que sean. Puedo aguantar una tontería, dos o incluso cuatro, pero cuando veo que los sinsentidos abundan y calan en el pensamiento de mis congéneres, me desespero. Y he dicho pensamiento cuando debiera haberlo llamado repetición de consignas, porque eso es, más que otra cosa, lo que parece ser. Eso es lo que me hunde en un abismo de dolor. Para salir de éste, necesito reaccionar, pero, dado que la obcecación impide la escucha, entonces paso a la acción, tal vez y con demasiada frecuencia, un poco subida de tono. ¿Qué pretenden que haga? Por las buenas o por las malas tendrán que acabar por comprender que el desorden social en el que vivimos tiene causas que convienen a unos pocos en perjuicio de muchos. ¿Es tan difícil de entender?
Ayer sin ir más lejos, harto ya de escuchar la misma cantinela de uno de los asiduos a mis paseos matutinos, un hombre afable, amante de su familia, generoso, pero temeroso de perder lo poco que ha logrado con su trabajo a manos de una supuesta invasión de hambrientos desarrapados, decidí pasar a los hechos.
El individuo en cuestión, es seguidor incansable de los falaces e interesados argumentos que le dictan desde la pantalla del televisor, con lo que anda en la creencia que la culpa del hambre en el mundo y las consiguientes migraciones, se debe a la existencia de gobernantes corruptos en los países de origen, que también, y no al expolio continuado que hacemos de sus riquezas naturales. Así que, aprovechando que se había ido a la compra, me colé en su casa y, armado de unas pocas herramientas, conseguí desviar el gas que corre por sus tuberías hacia las mías. Luego le desmonté su teléfono móvil y, en vez de la placa hecha a base de coltán, le puse otra con arena de la playa, la nuestra, la que no vale para eso. También le vacié el armario, repleto de prendas a la moda, de bajo coste y fácil adquisición, gracias a lo insultante del salario que se ha pagado para confeccionarlas. De más está decir que de la nevera desaparecieron las tajadas de piña tropical, las bananas, los paquetes de hamburguesas precocinadas y el chocolate Nestlé. Todo ello fue sustituido convenientemente por unos cuantos nabos, que es lo que se comía aquí antes de que conquistáramos a sangre y fuego la mitad del mundo. El gasoil de la caldera, también me lo llevé. Y los muebles de madera de Teka que adornaban el jardín, lo mismo.
No, no fue un robo. A modo de pago le dejé la moneda más pequeña que tenía y un librillo donde se explican básicamente las leyes de mercado que rigen el mundo. Las mismas que han declarado la guerra a la Humanidad.
A lo mejor ahora consigue enterarse que el problema no está en la pobreza, sino en el saqueo y la grosera riqueza. Y así, a lo mejor, empieza a pensar y yo dejo de desesperarme. Con suerte mañana me permite contarle lo de la deuda externa.