Los golpes sonaron en la puerta de la casa fuertes y perentorios, pero doña Clara fingió no escucharlos. Era una mujer con el cabello completamente blanco, ojos claros y un cúmulo de arrugas alrededor de la boca por la costumbre de reír. Estaba en su dormitorio, frente al espejo del tocador, contemplando su rostro triangular y cantando por lo bajo alguna vieja canción.

El viejo se encontraba en la cama con las manos sobre el pecho y la boca ligeramente abierta. Sobre la mesita de noche, las gafas.

Doña Clara le sonreía al espejo. Pensaba en su infancia y no se veía vieja, se veía a sí misma con catorce años, cuando su primo Tirso la tocaba debajo de la mesa familiar, las tardes de siesta. El cuerpo lo descubre otro siempre, y el de ella lo descubrió un primo, sepultado ya en la memoria.

El viejo que yacía en la cama no le había descubierto el cuerpo. Le había mostrado un sueño: que podía besar y ser besada sin mentir, que tenía aún cosas que dar y recibir.

Doña Clara se veía bella frente al espejo. No demasiado bella, sólo lo suficiente para gustar a algunos hombres y, sobre todo, al viejo que ahora estaba en la cama y que antes había sido un hombre. Doña Clara siempre creyó que nunca tuvo los pechos duros y firmes y, quizás, que no era femenina. Pero todo eso lo pensaba de joven, ahora no. Llevaba mucho tiempo sin preocuparse por su cuerpo, porque al viejo que estaba en la cama le gustaba su cuerpo y le borró esas preocupaciones.

Soñaba con su infancia, cantaba y era feliz y los golpes en la puerta seguían sonando. Golpes y gritos que ella fingía no escuchar.

Terminó de arreglarse: falda, jersey amplio, botines y nada de ropa interior. Se acostó en la cama al lado del viejo y continuó hablándole.

– Una mujer puede tener dos hombres ?le dijo al viejo?. Y un hombre, dos mujeres. ?El viejo no contestó y doña Clara continuó?: Una vez en Mallorca pude tener un amante, pero no lo tuve. En el fondo fue para hacerte un homenaje.

Esperaba que el viejo dijera: “No hay amor sin homenaje” o “siempre he estado celoso de ti”, pero el viejo tampoco dijo nada.

– Te he echado de menos muchas veces; otras, no. Pero siempre estabas presente.

El viejo tenía que haber dicho: “Te quise la primera vez que te vi, fue fácil”, pero siguió sin hablar.

Los golpes continuaron en la puerta.

– Siempre me ha parecido una tontería eso de vivir el presente. No se puede vivir sin saber que va a haber un mañana. El presente no existe sin el convencimiento de que va a haber otro día, si no nos mataríamos.

“Futuro”, debió decir el viejo, “sin futuro no hay presente”.

Ella sabía lo que diría el viejo, llevaba más de treinta años hablando con él, discutiendo, haciendo el amor.

– Hoy tampoco vamos a salir, nos quedaremos en casa.

Se volvió y le observó, prosiguió:

– Me gusta mucho quedarme en casa aunque tú pienses lo contrario ?suspiró?. La verdad es que nunca te lo has creído del todo, pero es verdad. Me gusta quedarme en casa contigo, hablando y hablando.

Y él hubiera dicho:

“La mujer es su propia casa; donde esté ella, allí está su casa. Un hombre no es una casa, es una parte de la casa. Por eso los hombres se mueven tanto”.

– Siempre has hablado demasiado ?dijo ella? Aunque a nosotras nos gusta que los hombres nos hablen. Incluso nos gusta más que nos hablen a que nos toquen, aunque no siempre, claro. La voz de hombre dirigida a nosotras nos envuelve de algo especial. Es como bañarse en agua caliente.

El viejo siguió sin decir nada, no podía. Llevaba varios días muerto.

– Te he querido mucho. Y tú a mí, eso una mujer lo sabe.

Entonces los bomberos rompieron la puerta y entraron en la casa.

Yo fui al quiosco del Dos de Mayo y Paco me lo contó:

– Es la vieja esa, la del pelo blanco, que siempre va como si acabara de reírse de algo ?yo negué con la cabeza, no conocía a nadie así. Él continuó?: Sí, hombre…, la vieja que tiene un novio de su misma edad o parecida.

– No sé quién es, Paco. ¿Y qué ha ocurrido?

– Te tienes que acordar, a esa vieja le gustaba besarse en la calle con el otro viejo, como si fuera una jovencita. Caminaba con los hombros hacia atrás, la cabeza recta y a pasitos rápidos y cuando iba con ese novio que tiene no hacían más que besarse. Tenía mucha gracia la vieja.

– El novio se murió ?intervino Luis, el hermano de Paco?. Y lo tuvo en la casa siete días y siete noches. Como hablaba con él, pues nadie de los vecinos creyó que se había muerto. Los alertó el olor, la peste.

– ¿Y por qué ella no se dio cuenta del mal olor? ?preguntó otro parroquiano.

– Debe ser cosa de enamorados ?respondió Paco.

– Con el amor, lo primero que se pierde es el olfato ?dije yo.

– ¿Y lo segundo? preguntó Luis.

– La edad, nos volvemos niños.