Presentación de documento nº 65.
El Noveno Congreso del PCE (19-23 de abril de 1978) puede considerarse el fin de toda una etapa en la historia y la política del PCE, no sólo por lo que constituyó la parte más mediática y polémica del mismo (el “abandono del leninismo”), sino también por el intento de readaptación o reajuste de la organización a las condiciones de legalidad conquistadas justamente un año antes. Atrás quedaban los discretos y frustrantes resultados electorales del 15 de junio de 1977 (9,4% de los votos totales, aunque el PSUC alcanzara en Cataluña el 18,2%), la firma de los Pactos de la Moncloa (octubre), la progresiva escenificación de las diferencias con la URSS o la llamativa visita de Carrillo a Estados Unidos (noviembre), donde anunciaría por primera vez, para sorpresa de la militancia, su propuesta sobre el leninismo. Habían comenzado ya, en el verano anterior, los debates sobre el texto constitucional en la Comisión elegida para elaborarlo (en la que Jordi Solé Tura representaba al PCE-PSUC); texto finalmente aprobado y promulgado -tras el correspondiente referéndum- el 6 de diciembre de 1978.
El Congreso y las discusiones previas al mismo tendieron a polarizarse o a centrarse en el tema del leninismo, polémica que en gran medida vino a ocultar o sustituir a otros debates sobre la política del partido en la primera fase de la Transición o la adaptación a las nuevas condiciones. Tras el anuncio personal de Carrillo en Estados Unidos, pronto pudo apreciarse que el cambio de definición, más que a una reflexión teórica profunda, respondía probablemente a razones de imagen y legitimación “democrática”, en línea con lo que ya se denominaba de manera habitual eurocomunismo. Finalmente se aprobaba, en el congreso, que el leninismo ya no era “el marxismo de nuestra época”, y que el PCE se basaba en el “marxismo revolucionario”, reconociendo a la vez ser heredero “crítico” de la experiencia de las revoluciones socialistas inauguradas con la de Octubre de 1917 bajo la dirección de Lenin (artículo 2 de los Estatutos). La enmienda minoritaria presentada por el PSUC proponía, en cambio, definir el comunismo español por “el marxismo, el leninismo y en otras aportaciones del pensamiento y la práctica revolucionaria”.
Pero el IX Congreso incluyó mucho más que el emblemático debate, reafirmando la línea política seguida con anterioridad y consagrando lo que, entendido en términos de continuidad, marcaría la táctica del partido durante el resto de la Transición. Por de pronto, el Informe del Comité Central presentado por Santiago Carrillo reivindicaba la historia gloriosa del partido y el papel de las fuerzas populares en el proceso de cambio iniciado, a la vez que defendía la política de consenso y concertación democrática y los pactos de la Moncloa y alardeaba de los métodos democráticos que habían caracterizado, a su juicio, el desarrollo del congreso. También mostraba su orgullo por una organización cuya afiliación -afirmaba- superaba los 201.000 militantes, y que había logrado ir superando todos los sectarismos del pasado. Sobre la cuestión candente del leninismo, señalaba que realmente no se “abandonaba” nada, sino que se proponía una definición del partido más acorde con su política de las últimas décadas (reconciliación nacional, alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura, pacto para la libertad, divergencias con los partidos comunistas en el poder, etc.). En su intervención final, el Secretario General dejaba claro, en todo caso, que la fortaleza del partido era intangible, y que no se renunciaba en modo alguno al “centralismo democrático bien entendido”.
El texto que aquí se reproduce no recoge todas las resoluciones del Congreso (faltan, por ejemplo, las dedicadas a la Juventud, el campo, la política cultural, los movimientos ciudadanos, la política exterior, etc.), pero si están incluidas las que reflejan en mayor medida la recapitulación de lo hecho y las propuestas tácticas inmediatas.
La primera de ellas (“Características del actual proceso de cambio”) se esforzaba en presentar el proceso de cambio no como una derrota o una vía radicalmente distinta a la planteada por el PCE, sino como una especie de “empate” entre un movimiento popular que -había que confesarlo- no logró la ruptura, y las clases dominantes que, a cambio, no pudieron llevar a cabo la reforma proyectada. El texto, de alguna manera, contribuía al futuro mito de la “transición española” consensuada (para algunos, modélica), al referirse a “la originalidad del proceso español, sin precedentes en ningún país”, y asegurar que haber mantenido posiciones rupturistas en la nueva coyuntura hubiera aislado al PCE, dejando “el campo libre” a la reforma (identificado con la línea de Arias Navarro más que con la de Suárez).
La resolución sobre “La política de reconciliación nacional”, definida como un acierto pleno, contenía entre otras cosas la explicación o justificación de las concesiones sobre la monarquía y la bandera, las actitudes hacia los creyentes y la Iglesia católica o el logro de la amnistía.
Otra de las resoluciones defendía “la política de concentración democrática” y la propuesta de “gobierno de concentración” por las tareas democratizadoras aún pendientes y por la necesidad de evitar la bipolarización, aprobar la Constitución y desarrollar las autonomías. En ese mismo sentido, los Acuerdos de La Moncloa eran presentados como un éxito de esa política e incluso como una forma de “eliminar los obstáculos más importantes para una transformación progresiva hacia la democracia política y social”, definida en el Manifiesto-Programa de 1975 y otros documentos anteriores, como etapa de transición entre el capitalismo y el socialismo, y cuyo logro quedaba ahora claramente separado de la implantación democrática propiamente dicha.
Finalmente, por lo que se refiere a los textos aquí reproducidos, la política sindical, una vez fracasado el proyecto de sindicato unitario por el que los comunistas habían luchado durante la dictadura, como no podía ser de otra manera. apostaba inequívocamente por Comisiones Obreras. Y, retomando declaraciones anteriores (1975), se definía al PCE como el partido de la liberación de la mujer, en una lucha por sus derechos integrada en “nuestra concepción eurocomunista de avance democrático al socialismo”.
Tal era, a grandes rasgos, el bagaje, ni escaso ni exento de contradicciones, con el que el PCE, tras largas décadas de lucha clandestina, afrontaba los nuevos retos. Probablemente pocos militantes pensaban entonces, más allá de posibles críticas y motivos de descontento, que en los años que siguieron al congreso se desencadenaría la sucesión de crisis de tales proporciones que, en apenas un lustro, acabarían desgarrando al heroico partido del antifranquismo.
>> [PDF 3,7 MB] Documento Nº 65. IX Congreso del PCE (abril 1978)
Sección de Historia de la FIM