Soy consciente de que abordar con sarcasmo nuestra entrañable relación con las mascotas puede provocar rechazo, pero eludir las contradicciones morales y sociales asociadas a su cuidado me parece una cobardía. Asumiré el riesgo de exponer aquí por qué considero injusto y pernicioso convertir en normal que cada familia acoja animales domésticos solo por darse el placer de proporcionarles cuidados humanos en un entorno totalmente inapropiado para ello.

Y digo entorno inapropiado porque hospedamos a millones de parientes del indomable lobo y del astuto lince en viviendas urbanas con el único objeto de que reciban nuestra afectuosidad impostada. Los mantenemos esterilizados, engordando y recibiendo achuchones que no necesitan en un encierro que ocupa entre el 95 y el 100% de su tiempo. Ustedes dirán si es posible desarrollar en ese hábitat algún tipo de vida animal digna de llamarse así.

Es cierto que Canis familiaris, el ejemplo más significativo, nos acompaña desde tiempo inmemorial, pero lo de tutelarlo hasta para defecar se ha convertido en una necesidad masificada desde hace pocos años. Todo apunta a que esta eclosión de peludines comenzó, precisamente, cuando nuestra sociedad tendía a reducir el número de niños, a apartar a los ancianos, a separar a los vecinos y a desvertebrar barrios y comunidades. Quizás este contexto explique que hayamos caído cautivados por la tierna mirada de unos inofensivos cánidos y félidos que, hasta ahora, se limitaban a comer restos, perseguir ratones o vigilar fincas.

El quid está en saber si nos encontramos ante una evolución natural del vínculo o ante una respuesta cultural anómala. Yo sostengo que lo segundo. Me baso en los millones de conciudadanos que gastan unos 1300 euros anuales por animal, aceptan serias limitaciones en su rutina diaria y en sus desplazamientos, dependen de veterinarios, recogen heces, sufren ladridos, empeoran su higiene doméstica y conviven con molestias, mordeduras y olores. Sumémosle el hecho de que el número de mascotas que exigen semejante entrega ya supera al de niños y adolescentes en muchas ciudades Puede que no sea algo atípico, pero tiene toda la pinta.

No es tarea fácil explicar cómo una relación humano-animal con cierto sentido biológico y cultural ha podido derivar en un solapamiento tan íntimo entre especies. Desde luego, que el vínculo asimétrico con una mascota pueda colmar a sus dueños tanto como una relación personal, o que consideren hijos a perros o gatos sin ningún pudor, no forma parte de ese rango de impulsos que uno espera de una mente superior. Confieso que se me escapa el significado de que un ser capaz de construir satélites pueda considerar como parte integrante de su progenie a un animal que no habla, muestra su tope intelectual devolviendo una pelotita o se asea regularmente lamiéndose los genitales. En fin, allá gustos. El hecho es que comienzan a surgir inquietantes estadísticas como la que revela que un 40% de encuestados prefiere la muerte accidental de un viandante desconocido a la de su perro.

Además del contrasentido moral y biológico que implica lo expuesto, nuestra preferencia por ellos es completamente arbitraria. La inteligencia, la empatía o la autoconciencia también están presentes en monos, vacas, delfines y hasta en urracas, a los que no se les otorga la misma relevancia vital que a nuestros selectos ejemplares de alfombra. Ahí están para atestiguarlo muchos sensibles mascoteros, que se declaran veganos y animalistas pero no dudan en alimentar a sus melindrosos compañeros con carne de ave convertida en bolitas de pienso.

Se me ocurre que la proliferación de chuchos y micos podría relacionarse con dos fenómenos. En primer lugar, han sido intensamente seleccionados con fines cinegéticos o de vigilancia, para recreo y lucimiento o como simple juguete emocional, gracias a su aspecto infantiloide y su emotividad de apariencia humana. Este último sería, precisamente, el aspecto que ahora reinventa y explota un sistema económico ávido de prácticas lucrativas.

En segundo lugar, nuestra vida individualista nos hace cada vez más propensos a las relaciones de menor entidad y responsabilidad personal. Sobrepasados por las complejidades de tener hijos y poco dados a trabar relación con el vecino, echar mano de unos especímenes manipulables, complacientes y acríticos no parece una mala opción. Así, los animales que ayer nos acompañaban con su papel subordinado, alcanzan hoy una importancia desmedida para la solitaria gente de las ciudades, a la que sirven de sucedáneo de compañía, de amor y hasta de conexión profunda.

De cualquier modo, aunque las causas puedan ser inciertas, las consecuencias de esta invasión ñoña, insostenible y antihigiénica son cada vez más claras. Las necesidades de perros y gatos ya ocupan pasillos enteros en los supermercados, fomentan tiendas especializadas y extienden servicios concebidos para personas (educadores, peluqueros, tanatorios…). Cada día exigen más y más espacio en nuestras saturadas urbes y agotan presupuestos municipales para limpieza y dotaciones. Si España, moderada en este hábito, supera el 40 por ciento de familias con animales de compañía, todo apunta a que, en breve, necesitaremos un planeta B para nuestros simpáticos hijos putativos.

Paradójicamente, mientras humanizamos animales y animalizamos ciudades hasta hacerlas pet friendly, se instalan en las calles dispositivos anti-mendigos y emergen hoteles y restaurantes “libres de niños”. Las prioridades antropológicas están mutando. Pude ver en la televisión hace unas semanas a una afligida pareja que rechazaba la oferta de la embajada española para abandonar Ucrania y poner a salvo sus vidas… porque en el viaje no podían llevar a sus dos gatitos.

Dicho la anterior, hay que reconocer que las corporaciones que explotan el mascotismo lo han hecho genial. El aberrante estatus material y social del que están disfrutando estos animales han sabido ocultarlo bajo la coartada animalista del respeto hacia los “seres sintientes”. Para colmo, han inundado los medios de miles de pamplinas científicas para ensalzar los beneficios que nos reporta compartir la vida con ellas. “Somos una familia” es el nuevo dogma del buenismo interespecie. Una lástima que solo incluya a nuestros ejemplares domésticos, casualmente, unos consumidores de recursos tan intensos como cualquier ciudadano. Sea como sea, alguien ha logrado introducir en la forma de vida de Homo sapiens a estos nuevos integrantes con collar antipulgas. Por eso ya duermen en camas, reciben implantes y hasta ven reconocidos regímenes de visitas en los juzgados. Me pregunto cuánto tardarán en ejercer sus derechos políticos. ¿Conoceremos reivindicaciones caninas de izquierdas? ¿Lucharemos por un mundo mejor junto a nuestras camaradas mascotas?

Bromas aparte, todos esos privilegios contra natura suponen un insulto para esa gente de nuestra especie de la que nadie se preocupa y que ni sueña con gozar de tan abundantes recursos, derechos y servicios que la humanidad creó para sí misma. Y debe quedar claro que este fenómeno trasciende el capricho individual para constituir un serio problema colectivo que comporta, como ya he apuntado, decisiones políticas y económicas cada vez más relevantes. Sepan que ya hay quienes reclaman seguridad social para peludines, un servicio del que carecen muchos habitantes de países desarrollados. Y que existen colectivos que piden rebaja del IVA para sus alimentos, y hasta asociaciones para evitar su obesidad en un planeta una vergonzosa cifra de personas hambrientas. No en vano, las mascotas de EEUU consumen las mismas proteínas que todos los habitantes de Francia

Debemos reflexionar. Son mayoría los países y culturas que no colocan a los perros y a los gatos en el centro de sus sociedades. Porque no es un rasgo inherentemente humano adorar animales superfluos. Mantener a millones de irracionales para darnos el gusto de dotarlos de reconocimiento y bienestar no tiene nada de humano. En realidad, solo se trata del triste resultado de una ideología narcisista y consumista que ha acabado por desnaturalizar la vieja y favorable relación con los animales de compañía.