El capitalismo simbólico
Valentín RomaEditorial Periférica

De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia, el verbo “desclasar” significa “hacer que alguien deje de pertenecer a la clase social de la que proviene, o que pierda conciencia de ella” (sí, también es usado como pronominal: “desclasarse”). ¿Por qué comienzo apuntando esto? Por un lado, porque nunca está de más recordarlo y, por el otro, porque El capitalista simbólico, la última novela de Valentín Roma, publicada este mismo año en la editorial Periférica, es la historia del desclasamiento de su protagonista: un joven hijo de padre obrero y madre ama de casa que, tras terminar la licenciatura en Historia del Arte por allá por los años noventa, es contratado como redactor de las famosas Guías Verdes Michelin. Es decir que es contratado como redactor para los ricos (o para aquellos quienes, usando como estandarte y espada la tarjeta de crédito, cumplen con las liturgias de clase).

Digo que El capitalista simbólico es la historia del desclasamiento de su protagonista, pero en realidad no es tanto la historia de su desclasamiento como la historia de las contradicciones que ese desclasamiento supone. Me explico: de una parte, triunfar, o sea, conseguir las aspiraciones de clase asumidas -fundamentalmente dos: a) ir a la universidad y b) trabajar realizando una actividad no manual-; de la otra, vivir atenazado por la culpa y el resentimiento inherentes a ese ascenso social. En el vaivén entre la queja y al mismo tiempo la jactancia de ser de clase obrera está cifrada la complejidad existencial (y por supuesto que también política) del desclasamiento, entendido en la novela como proceso que adopta la forma de encrucijada moral. Ante cada decisión, el videojuego se bloquea y salta la pantalla de alerta: en letras negras sobre fondo rojo puede leerse “NO OLVIDAR ORIGEN DE CLASE”. ¿Qué principios pueden sostenerse así? El protagonista ha terminado con éxito la universidad, sí, pero la variable clase no desaparece nunca, aunque se marche del barrio y viva durante un tiempo como los adinerados para los que escribe en Michelin. La sensación de impostura es permanente, porque el miedo a defraudar (pero, sobre todo, a parecer lo que en el fondo se es) es perpetuo tanto en el trabajo como en el ambiente artístico en el que se mueve (el desclasamiento también es estético… ¡la importancia del gusto!). El propio texto lo subraya excelentemente bien: “desclasarse es ese jefe que te explota y al mismo tiempo te dice que vas por el buen camino. Pero te explota”. Desclasarse es volver al barrio los domingos para comer en casa de tus padres y pisar las calles con un orgullo que es dos orgullos a la vez: el de la pertenencia y el de su contrario.

¡No hay que olvidar que estamos en los años noventa! Pienso en Cosas vivas, de Munir Hachemi (también en Periférica), y veo, junto a este capitalista simbólico, la imagen completa del desclasamiento: bonanza económica, mercantilización de la experiencia y un ¡hurra! por la supuesta clase media y su manejo de la hipérbole. La novela de Roma se cierra con la llegada del euro (ay, y de la deuda). ¿Coincidencia? Claro que no.

La reflexión sobre ese periodo y sobre la diferencia de clase son constantes en el texto, aunque no puede decirse que haya en él ninguna crítica descarnada. Criticar-criticar, no se critica mucho, en realidad. El rencor hacia los de arriba está ahí, pero todo se queda en su lugar cuando terminamos el libro: no hay ni buenos ni malos, porque lo que pretende ser la novela es el retrato de una vida en la contradicción, una lucha contra la alienación (porque en ningún momento hay euforia con el éxito), y no un alegato contra la desigualdad y la explotación, una búsqueda de resignificar la noción de clase ni un llamado a la unión. El capitalista simbólico es otra cosa.