La noticia del crimen invoca el espanto. Basta con que la víctima tenga nombre, un rostro o se señale el nombre del verdugo, para que todos nos indignemos ante el asesinato, juntos intentemos aliviar el dolor causado y, cargados de buenos y justicieros propósitos, pretendamos castigar al culpable. Pero si hurtamos su visión, si las víctimas se hacen multitud desconocida, los motivos criminales se diluyen en confusa amalgama, la noticia deja de ser causa de indignación y se convierte en objeto de consumo, algo que se acepta y se olvida al asomarse a las nuevas tragedias del día siguiente.

De las víctimas del cruel atentado de Hamas el 7 de octubre, sabemos nombres y familias; sus sueños y deseos. Pero no sucede lo mismo con las de la represión sionista, civiles palestinos asesinados, descuartizados, mutilados, quemados por bombas y sustancias químicas. Y ese anonimato, lejos de denunciar la barbarie, no hace sino otorgar una diferente categoría a quienes les ha sido arrebatada la vida. Importan los de primera, el resto, son un número.

Eso es lo que se pretende que ocurra con la información que nos llega de la ocupación militar de Palestina. Que el horror se acomode entre las desgracias cotidianas que asolan el mundo y se confundan las víctimas con los verdugos, es más, que éstos dejen definitivamente de serlo a ojos de la olvidadiza opinión pública.

A las primeras imágenes de los miles de muertos en Gaza, no tardarán en sucederse solo las de edificios destruidos. Los cadáveres de niños, sus tiernos cuerpecillos en brazos de sus padres, sus miembros desmadejados entre columnas de humo, desaparecerán y ya no habrá sino ladrillos amontonados. Eso y fotos de soldados invasores heridos por la respuesta a sus agresiones, transportados entre impecables equipos médicos a bordo de brillantes ambulancias en medio de un paisaje de casas adornadas de verdes praderas. El espanto deja así, día a día, paso a la indiferencia.

Pero el genocidio al que diariamente está sometido el pueblo de Palestina por parte del Estado sionista de Israel con el consentimiento de Estados Unidos y la Unión Europea, no es una catástrofe inevitable, sino un asesinato premeditado, planificado hasta sus últimas consecuencias, cruelmente estudiado. No se trata, como nos quieren hacer creer, del choque entre dos religiones —me resisto a llamarles culturas sino del establecimiento de dos grandes potencias en la zona, Israel e Irán — teocráticas, fascistas—, que haga más fácil el control sobre una de las partes del planeta que abastece de recursos a nuestro voraz sistema capitalista. Y también me estoy refiriendo a África.

No en vano, los servicios secretos y ejércitos de ambos países han hecho durante años el trabajo sucio a Occidente. Ahí está si no, el apoyo de Irán a los muyaidines afganos o las provocaciones que llevaron a Iraq a una guerra que fue el principio del fin de un Estado laico panárabe. O en el caso de Israel, el sistema de espionaje Pegasus o, en el reciente pasado, la venta de armas y el entrenamiento militar brindado a los narcos y fuerzas paramilitares colombianas con el propósito de acabar con la guerrilla. Y eso sólo por citar algún ejemplo.

El sistemático método de extermino llevado a cabo por los sionistas en Palestina, su política de apartheid, los muros que dividen el país, la apropiación del agua y las tierras fértiles, la destrucción de hospitales e infraestructuras, y el bombardeo de puentes y carreteras que conducen a las fronteras imposibilitando tanto la ayuda humanitaria como la huida de la masacre, es sólo equiparable históricamente al cometido por los nazis contra el pueblo judío. Bastaría superponer las imágenes de lo que ocurrió entonces con lo que hoy está ocurriendo, para que la población mundial se asomara de nuevo a la vergüenza por su pasividad ante la magnitud del crimen. Pero no. Se escamotea el rostro del asesino y se camufla el de la víctima en aras de la servidumbre al gran dios del capital.

Lo decía un gran escritor —también judío, el premio Nobel Isaac Bashevis Singer, en su novela El Esclavo: «Los judíos no habían sacado ninguna enseñanza de su desgracia; al contrario, el sufrimiento los había envilecido…»