El primer proyecto de desmantelamiento de las colonias israelíes asentadas en Gaza hablaba de una retirada inmediata, lo que fue rechazado en referéndum el 2 de mayo en una votación en la que participaron 60.000 de los 193.190 miembros del partido gubernamental Likud, que con sus 40 diputados es la principal organización política del gobierno de coalición presidido por Sharon. En cambio, lo aprobado el 6 de junio matiza tanto el pequeño atrevimiento inicial de Sharon que posterga cualquier decisión a futuros acuerdos entre las fuerzas integrantes del gobierno israelí y que no se iniciaría, en ningún caso, antes de finales de 2005.
No obstante, tanto en su primera versión como en la segunda, la propuesta de Sharon es ridícula. El primer punto del ‘plan de retirada’ aprobado menciona la evacuación de 21 asentamientos de Gaza y 4 de Cisjordania. Bien, en Gaza viven aproximadamente 1,3 millones de palestinos y 7.500 colonos judíos, que representan menos del 1% de la población. Los esfuerzos económicos por mantener la seguridad en la franja de Gaza no se corresponden con el número de colonos. Por tanto, mucho mejor es ahorrarse ese dinero, reubicar a esos 7.500 colonos en Cisjornadia, el desierto del Neguev o en Galilea.
Lo que sí le interesa a Ariel Sharon es el llamado ‘corredor o eje de Filadelfia’, es decir, la frontera entre Gaza y Egipto, que nunca abandonarán. Más al contrario, durante el mes de mayo el ejército israelí arrasó el campo de refugiados palestino de Rafah, próximo a la zona, destruyendo todas las casas a su paso y dejando sin hogar a unos 17.500 palestinos. Su objetivo era reforzar el control militar que ya tienen y al que nunca renunciarán voluntariamente.
El segundo punto del ‘plan de retirada’ sí desvela la concreción de ese Gran Israel sionista. Se trata de la evacuación de aquellos poblados judíos en Cisjordania de escaso peso y número de habitantes (unos 1.000 colonos) a cambio de darle fuerza jurídica internacional a la integración en Israel del resto de enclaves arrebatados a los palestinos, donde viven algo más de 400.000 colonos (220.000 en Cisjordania más 180.000 en Jerusalén Este).
Esas colonias, ya como parte indisoluble de ese Gran Estado de Israel, quedarían protegidas por el muro actualmente en construcción, el cual condena a la miseria y al ostracismo a los palestinos de Cisjordania. De completarse los planes del Gobierno israelí, 112 pueblos y 274.000 palestinos quedarán atrapados entre la Línea Verde y el Muro; el Gobierno israelita controlaría más del 80% de los recursos hídricos de Cisjordania y corroboraría los desplantes sistemáticos de Israel -con el beneplácito de Estados Unidos- a las múltiples resoluciones de la ONU que instan a restaurar las fronteras previas a la guerra de 1967 y la creación del Estado de Palestina en esos territorios de Gaza y Cisjordania.
Esas fronteras fueron fijadas por la ONU en función del armisticio de 1949, tras la creación unilateral del Estado de Israel y el final de la primera guerra árabe-israelí. La guerra de 1967, que acabó con la última gran ofensiva de los ejércitos árabes contra Israel, arrebató el control de Gaza a Egipto y de Cisjordania a Jordania. Un año después tuvo lugar el primer asentamiento con el establecimiento del rabino Levinger en Hebrón. La política de ocupación de suelo palestino, sobre todo en Cisjordania, adquirió el sello de política de Estado a partir de 1977, expresión inequívoca del sueño de la derecha político-religiosa de ese Gran Israel. Tanto es así, que una de las cláusulas del primer plan de retirada de Sharon -el rechazado en mayo- decía textualmente que «seguirán formando parte del Estado de Israel los asentamientos civiles, las zonas militares y los lugares en los que Israel tiene intereses adicionales».
Hoy, la línea dibujada por el Gobierno de Ariel Sharon, sobre la que se erige el muro de hormigón y alambre, sólo coincide en un 11% con la frontera aprobada por la Organización de las Naciones Unidas en 1949.
Castillos en el aire
Ahora bien, para sortear las reticencias a su ‘plan’ Ariel Sharon hubo de olvidarse de la retirada inmediata y aceptar que cada paso se dará previo refrendo del gabinete israelí, de forma escalonada y no antes de finales de 2005. Todo ello recuerda miméticamente a la aceptación de la Hoja de Ruta: nada de acuerdos globales; incondicional cumplimiento de cada uno de los puntos, por su orden de aparición en el documento y el carácter innegociable de las exigencias de Israel. La parte palestina aceptó la Hoja de Ruta pero entendiéndola como una propuesta global y no escalonada.
En el aire quedan hoy, como entonces, las principales cuestiones, las mismas que no se pudieron desarrollar tras los acuerdos de Oslo de 1993 o las conversaciones de Taba de 2001. Estas son, la negativa de Israel al regreso de los cuatro millones de palestinos refugiados en los países árabes de la zona y que fueron expulsados de sus casas en los sucesivos enfrentamientos armados acaecidos desde 1948 y la usurpación de las tierras para dar cabida a los nuevos colonos. O como es la negativa de Israel a la creación de un Estado palestino hasta que no haya desaparecido el terrorismo hacia sus ciudadanos; claro que para los palestinos, el verdadero terrorismo es la ocupación de sus tierras por el ejército israelí, cuya retirada no se contempla en los planes del Gobierno de Sharon, por lo cual mantendrán la resistencia con sus precarias armas en lo que se conoce como segunda Intifada (iniciada el 29 de septiembre de 2000, un día después del paseo del general Sharon por la Explanada de las Mezquitas). Además, está el escollo de la ciudad de Jerusalén, la ciudad santa que actúa como epicentro de las tres grandes religiones del mundo: la musulmana, la cristiana y la judía.
El prefacio del documento aprobado por el Gobierno israelí el 6 de junio (14 votos a favor, 7 en contra) sienta la escasa implicación del plan de retirada con la realidad al señalar que «una vez que se complete la preparación, el Gabinete se reunirá para decidir si se evacúan los asentamientos, cuándo y en qué período, basándose en las circunstancias sobre el terreno». Traducido el esquivo lenguaje oficial a palabras entendibles, esas ‘circunstancias sobre el terreno’ es lo que arriba se apuntaba: primero, la desaparición de los ataques palestinos contra la población israelí; luego, ya se verá. En esos días en que las unidades armadas israelíes arrasaban el campo de Rafah, estuvo de visita por España el primer ministro palestino, Ahmed Aurei quien declaró, en entrevista con El País (21 de mayo): «Mientras dure el conflicto, el pueblo israelí pagará un precio. Ellos tienen el poder, las armas más sofisticadas, pero eso no es suficiente para hacer la paz con los vecinos. Pueden humillarnos, pero pagarán un alto precio».