Aquella noche se acostó con la barriga vacía y la cabeza caliente. No había podido cenar la pescadilla rebozada que le preparaba su mujer como nadie desde hacía años y tampoco había salido contento del simposio ideológico improvisado con los amigos: él estaba preocupado con lo de acercar la cultura al pueblo y los demás se habían cachondeado de sus afanes diciéndole que ya podía el puto pueblo mover el culo si lo que quería era cultura, porque para consumir entretenimiento corría que se las pelaba. O sea, que no era un problema de distancia sino de querer moverse.
Tampoco una propuesta de represión justiciera sobre la televisión basura había tenido más éxito, porque lo tildaron de simple y de peligrosamente escorado hacia un autoritarismo de moralina. Si no te gusta la televisión, apágala. Si crees que atenta contra los valores democráticos, vete a poner una denuncia al juzgado de guardia. Si quieres otro modelo de televisión pública, gana unas elecciones y lo cambias. Y si sencillamente quieres otro mundo, haz la revolución pero no nos des la orden a nosotros, que mejor que predicar es dar trigo. Otro mundo es posible pero conseguirlo exige que cambies el tuyo.
Total, que se había ido a la cama con la sensación de que eso de ser de izquierdas era, en estos momentos, menos fácil que en tiempos de la dictadura, que con cuatro simplezas podías servir de coco para cambiar la deriva por inercia de un régimen agonizante. Aunque una cosa así no garantizaba que el nuevo rumbo emprendido te iba a resultar propicio. Y además había desaparecido el prestigio social inherente a la opción ideológica. Hasta una ONG con sede en San Serení del Monte pero dedicada a la conservación de la mariposa alpina del Himalaya podía presumir de más impacto social, de mayores expectativas de futuro. Se acabaron las noches de cubatas y ejercicios de barra fija resbalando desde los planteamientos políticos universales hasta el posibilismo de echar un polvo con la compañera militante mientras la otra te cuidaba la casa y los niños.
Por fin vino el sueño supuestamente reparador, pero esta vez en forma de pesadilla. Y soñó que la muerte de su vieja y querida izquierda, lenta y dolorosa, era tratada con la crueldad de un programa del corazón. Que no dejaban a la muerta en paz sino que destripaban el cadáver buscando quién le dio la sobredosis de calmante que la llevó a la parálisis funcional y orgánica, quién le había suministrado los excitantes que la mantuvieron hiperactiva en un mundo de irrealidades, o quiénes fueron las que la volvieron loca y, apartándola de la razón, la llevaron al mundo de las sectas. Otros contertulios preguntaban impúdicamente cómo se habían transformado los congresos en romerías y los militantes en cofrades y feligreses o cómo la confección de chorizos a la plancha había superado la producción de panfletos.
Pero cuando la pesadilla llegaba a lo más alto, cuando los sentimientos chocaban con los razonamientos y las expectativas con las realidades, cuando el deseo se inclinaba ante la impotencia, cuando las inminentes conclusiones de esta dramática pesadilla iban a exigirle una toma de posición firme y consecuente, se le vino a la cabeza la ocurrencia salvadora: Todo esto es muy complejo -se dijo, con intención tranquilizadora- y no es cuestión de solventarlo en esta noche. Habrá que impulsar un amplio debate.
Y poco a poco, desgranando la letanía de lugares comunes organizacionales se fue alejando de la pesadilla y cayendo en el sueño reparador. Un último pensamiento, justo al lado de Morfeo, le hizo sonreir: «A estas horas -se dijo- seguro que hay un burgués que no duerme preocupado por el precio del barril Brent».