Pero en manos de quién estamos…!» Esta mañana me he levantado con la expresión escapándoseme de los labios, indignado. Bien que a mí, hombre del sur al fin y al cabo, esto del frío y los días sin sol me afectan, pero a mi enfado ayuda la proliferación de apoyos a la energía nuclear o las risas y actitudes prepotentes que surgen cuando se oye hablar de la amenaza real del cambio climático. También la postura de los jueces, boicoteando el proceso de paz en Euzkalerría, la reivindicación de la memoria histórica, la libertad sexual o el tendencioso exceso en sus condenas con las que penalizan exageradamente la quema de cajeros o la exposición de opiniones, frente a la ligereza con la que se castiga el expolio y destrozo de nuestras costas y bosques en aras de los supuestos beneficios del «todo es urbanizable». Y por si fuera poco, aparece Segoléne Royal declarando que lo que hay que hacer con los jóvenes expulsados de la sociedad opulenta, los inadaptados, los rebeldes, los delincuentes, es mandarles al ejército en un perfecto ejercicio de convertirles en modernos Billys el Niño, de armarles legalmente como antiguos pistoleros al servicio de los grandes rancheros.

Claro que entonces uno sale a la calle y al poco cambio la expresión por la de «¡pero qué manos son éstas que estrecho…!». Me explico. Suele pasar que hablando de cualquier cosa con cualquier vecino, éste introduzca en la charla la frase hecha de «si dios quiere», a lo que uno suele responder, «y si no quiere también», dejando claro que su dios nada tiene que ver conmigo y por lo tanto, igual que respeto sus creencias, debería él respetar las mías. Pero no es así y la frase de marras se introduce varias veces hasta que le contesto, «¿dios…? dios no existe…» , tras lo cual, y, a veces con suerte, a modo de disculpa, el vecino en cuestión justifica su divina insistencia asegurando que se trata de un modo de decir, algo que pertenece a la costumbre y no a la creencia. Y así, según su punto de vista, introduciendo la falta de respeto en el territorio de lo acostumbrado, todos tan contentos. Como si yo, que vivo en la Sierra de Madrid, dado que estoy acostumbrado a ver a diario ese engendro fálico que es la Cruz de los Caidos, no pudiera desear ejercer mi derecho de verla un día saltar por los aires en mil pedazos.

Igualmente, cada año desde hace muchos, llegadas estas fechas, me tengo que acercar al colegio de mis hijos para intentar que no monten el belén o al menos solicitarles que, dado que inevitablemente van a cantar villancicos, éstos no tengan contenido religioso, explicándoles que van a la escuela a aprender la razón y no la fe, algo que jamas pertenece a la colectividad, sino a lo estrictamente particular. Pero no hay manera. Siempre choco con el mismo muro, el muro de la costumbre.

La machacona repetición de una mentira, cuyo único fin es introducir el miedo en la mente de nuestros hijos, ha acabado por convertirse en costumbre y no por haberla ejercido durante siglos debe mantenerse. De nada vale ese pretendido respeto a las creencias que figura en la Constitución, mientras los hábitos y símbolos de la religión – ¡esa patología de la psique! – sigan presentes. Que la educación religiosa debe desaparecer de los colegios es algo que ninguna persona con un mínimo de entendimiento y auténtico sentido democrático debería rechazar. Y también la pretendida asignatura de Historia de las Religiones con la que nos amenazan. Si al menos se tratara de mostrar a nuestros jóvenes lo que han hecho las religiones a lo largo de la historia, quiero decir, las torturas, la ablación, las amputaciones de manos y otros miembros, el genocidio, las guerras o las lapidaciones, entonces tendría un pase, pero no, se pretende enseñar aquello que ya está incluido en materias como la literatura o la historia, pero desde un punto de vista que otorga a las creencias una base científica en aras de la costumbre.

La educación religiosa en las escuelas – sea la que sea y de la manera que sea – es, como bien dice Michel Onfray en su Tratado de Ateología, «meter el lobo entre los corderos», reivindicar y mostrar ante las tiernas y despiertas mentes de nuestros hijos el pensamiento reaccionario que prima la obediencia frente a la inteligencia, la sumisión, frente a la libertad. Y si la costumbre colabora con ello, mejor que deje de serlo.

Así que lo dicho, ¿Feliz Navidad…? ¡Y una mierda!