Algunos personajes que han sido responsables, desde gobiernos o instituciones internacionales, de grandes males de nuestro tiempo, al descargarse de sus altos cargos, descargan también sus conciencias y reconocen problemas que crearon ellos mismos, llegando a proponer soluciones que jamás hubieran mencionado desde el poder. En ocasiones incluso abrazan con fervor causas que los harían parecer abnegados paladines si no fueran ya tan conocidos…
Este parece ser el caso del ex-presidente Al Gore, de gira mundial para luchar contra el cambio climático. De golpe ha visto la luz. No es un caso único; también parecen haberla visto varios gobiernos, incluido el de España, y las mismas empresas que contribuyen al aumento de las emisiones de gases con efecto invernadero, cuando se han sumado al simbólico apagón de hace unos días.
¿Qué ha pasado en este tiempo para abrir tantos ojos? Los sucesivos informes del Panel Internacional sobre el Cambio Climático (IPCC) han pasado del «no es posible afirmar…» al «parece haber cierta influencia…», luego reconocieron «interferencias antropógenas peligrosas…» y ahora hablan de pruebas ciertas, aunque seguramente la influencia humana no sea la única causa.
Como otras tantas veces hay sucesivas «líneas de defensa» ante hechos inconvenientes para las clases dominantes. Primero ni se menciona el problema; después, en progresión, se niega abiertamente, se duda de las pruebas, se admite alguna influencia. Al final, se cambia de estrategia. Se admite la evidencia, pero con las posiciones tomadas para afrontar adecuadamente la nueva situación.
Lo que conduce a los poderosos a abrazar sin problemas esa cruzada contra el cambio climático es que ya está preparada la nueva línea de defensa. Están dispuestos a invertir capital en mejorar la investigación sobre energías alternativas, potenciar fuentes renovables, modificar infraestructuras, crear vehículos con nuevos motores, nuevas viviendas más eficientes; en suma, nuevas posibilidades de inversión… y de beneficio.
A lo que no están dispuestos es a disminuir ese beneficio. Luchan contra lo que en realidad es un problema energético… con herramientas que inevitablemente conducen a aumentar el consumo de energía. Eso sí, se tratará de energías renovables.
Pero las cuentas no salen: con un incremento del consumo que en vista de las medidas propuestas sólo puede aumentar, en un corto plazo no habrá energía disponible para todo.
Ahí aparece el verdadero problema. No es tanto el cambio climático (que también) sino el problema insoluble de los recursos finitos frente al crecimiento ilimitado que se nos sigue proponiendo.
En el siglo XIX el químico alemán Liebig estudió el crecimiento de las plantas y concluyó que se detenía cuando faltaba algún elemento esencial, como el nitrógeno, el fósforo o el potasio. Cualquiera de ellos era un factor limitante del crecimiento.
Pues bien, limitemos el crecimiento de las sociedades. Lleguemos a un límite sostenible, en que el uso de los recursos se corresponda con la posibilidad de reposición o de sustitución.
En todas las formaciones socioeconómicas que se han sucedido históricamente se comprueba que ante cualquier mejora tecnológica, la producción aumenta primero con rapidez, y ese incremento decrece luego progresivamente hasta estancarse.
En ese momento suele haber una crisis que obliga a nuevos planteamientos, a menudo a progresos técnicos, que a la larga cambian el modo de producción y el tipo de sociedad. Lo común es que las nuevas formaciones incrementen de modo inexorable el consumo de energía y recursos. Hasta hoy.
La sucesión de huidas hacia adelante a través de la ley de rendimientos decrecientes, en que cada modo de producción es más productivo que el anterior, pero menos eficiente desde el punto de vista del aprovechamiento de energía y recursos, llega a su límite con el establecimiento global del modo de producción capitalista.
En este modo de producir, la razón de ser del capital es la acumulación, que conduce a un desequilibrio permanente entre el peso creciente del capital acumulado y la menor contribución relativa de la fuerza de trabajo, y, claro está, del plusvalor que se le puede extraer. Esto es lo que expresa la ley de la disminución de la tasa de ganancia de Marx. La respuesta del capital suele ser doble: por una parte, aumenta la productividad con más tecnología; por otra, aumenta la tasa de explotación, disminuyendo la proporción entre el trabajo retribuido y el total.
Desde luego que el no crecimiento supone no beneficio. Si la riqueza no aumenta, el capital no crece, no obtiene beneficios. ¿De dónde extraerlos? En un juego de suma cero la ganancia de un jugador se fundamenta sólo en la pérdida de los otros.
Los límites del crecimiento, que son los límites de los recursos, hacen necesario un modo de producción radicalmente diferente de todos los ya conocidos, so pena de volver a alguna variante de ellos. Un modo de producción en que el motor de la producción no sea que el capital obtenga beneficios.
¿Alternativas? Por un lado, dejar que el sistema devore sucesivamente partes de sí mismo hasta que la falta de recursos lo detenga (y esas partes incluyen necesariamente a miles de millones de personas sobrantes), para estabilizarse en una baja población con un buen nivel de vida o en una mayor con más carencias.
O bien inventar otro modo de producir en función de satisfacer necesidades, en las que habría que pactar las que se consideren prioritarias y razonables, en una sociedad de baja energía y escasos recursos que, evidentemente, no es la «sociedad libre de mercado».
Ante la disyuntiva, los bien situados optarán por el fascismo: si sobra alguien, son los otros. Nada de igualdad, ni de reparto de lo escaso. Más crecimiento, más madera…
Del gran problema se habla poco. Mientras, se marea la perdiz con la urgencia de grandes inversiones «contra el cambio climático».
* Responsable de Formación y Debate
del Partido Comunista de Galicia