Llegados a este punto, me parece útil hacer un breve repaso por nuestra legislación para determinar con precisión dónde se encuentra España, y cuál ha sido el discurrir de nuestro modelo de apoyo a la cinematografía.

En 1982, Pilar Miró era nombrada Directora General de Cinematografía por el recientemente victorioso PSOE, y conocida es la anécdota por la que la directora madrileña les pidió a sus compañeros de profesión 5.000 ptas. para traducir la ley francesa. Si bien es cierto que Pilar Miró nunca llegó a aplicar en España la ley que tanto admiraba, sí consiguió renovar las estructuras institucionales del cine español heredadas del franquismo (abolición de la censura política, creación del ICAA, acuerdos con TVE, establecimiento de las salas X, etc.), y practicar la política más intervencionista, elevando la calidad de la producción media cinematográfica española, que haya existido nunca en nuestro país. ¿Cómo lo consiguió? Estableciendo subvenciones de hasta un 50% para la financiación de producciones con cargo al Fondo de Protección. Ayudas que se otorgaban a partir del preceptivo informe de una Subcomisión de Valoración Técnica que estudiaba la calidad de la propuesta, su viabilidad y la rentabilidad de otros proyectos anteriores. El decreto abogaba también por una especial valoración para las películas de nuevos realizadores, infantiles y experimentales. Además, el texto legal especificaba las nuevas cuotas de distribución (concesión de hasta cuatro licencias de doblaje por cada película española según su recaudación en taquilla) y de pantalla (obligatoriedad de exhibir cuatrimestralmente la siguiente proporción: una película española por cada tres películas extranjeras en versión doblada).

De esta forma, la Ley Miró destinaba la mayor parte de los recursos económicos a la subvención de proyectos cinematográficos, es decir, a películas que aún no habían comenzado a rodarse (subvenciones a priori), en vez de hacerlo como en la actualidad, en función de la taquilla recaudada (a posteriori). En el tiempo de Miró, lo recaudado en taquilla nunca representó una cantidad significativa que compensase las subvenciones recibidas a priori.

Las críticas procedentes de los sectores conservadores se basaron en que la Ley Miró no consiguió crear un tejido industrial sólido, y que, sin embargo, aumentó artificialmente los sueldos de los profesionales disparando el equilibrio económico del sector. El otro gran conjunto de críticas se fundamentaba en que las elecciones del comité técnico estaban siempre plagadas de partidismo, amiguismo, y otros tipos de intereses bajo cuerda.

Los sectores más progresistas, a menudo cercanos al modelo francés, defendieron la Ley Miró esgrimiendo que nunca el cine español había gozado de tanto reconocimiento crítico, tanto en festivales nacionales como extranjeros, y que nunca la media de calidad del cine español había sido tan alta, a pesar de que la escasa cuota de pantalla dejaba claro que a los españoles no les interesaba este tipo de cine.

Y es que, ciertamente, las distintas medidas proteccionistas para regular un mercado cautivo por las multinacionales norteamericanas, tuvieron también consecuencias negativas como que el Fondo de Protección sufrío una rápida descapitalización por dos razones: por los pobres resultados de muchas de las películas subvencionadas que no pudieron devolver los adelantos, y porque tampoco se tuvo en cuenta que una legislación tan generosa podría hacer desaparecer el capital privado de la industria fomentando la figura del director/productor en detrimento del productor/industrial. Se creaban productoras «ficticias» destinadas a un único film que desaparecían meses más tarde.

Además, la acumulación de subvenciones de distintas administraciones, junto con los adelantos de distribución y las ventas anticipadas a televisiones, permitía, en algunas ocasiones, cubrir el coste total de la película sin necesidad de financiación privada. Por ejemplo, si una película costaba 200 millones de pesetas, el productor declaraba a las distintas administraciones que le iba a costar 400 millones, como a priori podían otorgarle hasta un 50% del total, la película era producida prácticamente con la cantidad proveniente del Fondo de Protección.

Estos desajustes crearon un estado de opinión entre los productores y el propio público, que comenzó a ver con malos ojos las ayudas al cine español. Sin embargo, las críticas planteadas con más rigor y seriedad se refieren a otros aspectos de mayor significación. Por ejemplo, el «decreto Miró», y sus posteriores desarrollos, produjeron, quizá sin buscarlo intencionadamente, una especie de «centrismo estético» (en palabras de Carlos F. Heredero) y la definitiva estandarización de un determinado «look» de «calidad europea» que imposibilitó la aparición de un cine combativo y experimental menos uniforme. Las películas más representativas de este look fueron «La colmena» (1982) y «Los santos inocentes» (1984), ambas de Mario Camus.

Mientras en los años anteriores directores como Alvaro del Amo, César Rodríguez Sanz, Manuel Coronado, Ángel García del Val, Antonio Artero, Javier Aguirre, Jesús Garay, Gonzalo García Pelayo e Iván Zulueta habían sentado las bases para una tendencia cinematográfica más radical, durante la década de los ochenta resulta más difícil rastrear este tipo de cine. Solamente algunos autores como Víctor Erice con «El sur» (1983), José Luis Guerín, con Los motivos de Berta (1983), y Agustín Villaronga con Tras el cristal (1986) se mantienen cercanos a propuestas más arriesgadas e innovadoras.

Igualmente la inexistencia de un proyecto global para salvar todos los sectores de la industria que no olvidase la exhibición y la distribución independientes fue otro de los talones de Aquiles de la Ley Miró y sus posteriores reformas.

Sin embargo, a pesar de todas las críticas vertidas sobre la Ley Miró, hasta la fecha y en nuestro país, ésta sigue siendo el único intento serio de luchar por la defensa de un cine de calidad que respetase al espectador como ser inteligente. Por eso ha sido necesario irse tan atrás en el tiempo, para demostrar que en materia de cine, desde la Ley Miró, poco nuevo se ha hecho, y lo que se ha modificado ha sido para que los ministros y directores generales del ramo pudiesen quitarse responsabilidades dejando en manos del sacrosanto mercado la política cultural cinematográfica de un país.

En 1996, la llegada del PP al gobierno hizo que muchos pensaran, impulsados por la liberalización económica que los populares estaban llevando a cabo en otros sectores, que el cine español dejaría de recibir subvenciones. Nada más lejos de la realidad. El PP, en sus dos leyes del cine tramitadas hasta la fecha, lo que hizo fue reducir al mínimo las subvenciones concedidas a priori y volcó todo el apoyo estatal a las películas que mayor taquillaje presentasen. De esta forma, el mercado era quien dictaminaba a qué productores se les facilitaba su siguiente película y a cuáles no. Es necesario recordar que este trasvase en la concesión de subvenciones a posteriori (sobre película rodada, y en función del éxito en taquilla) en vez de a las «políticas» subvenciones a priori (sobre proyecto, y en función de un determinado concepto de calidad) ya se hizo visible con los directores generales de cine socialistas que sucedieron a Pilar Miró: F. Méndez Leite, Miguel Marías, E. Balmaseda y Juan Miguel Lamet. Así pues, en 2001, con la popular Ley del Castillo, el PP tuvo el terreno allanado para decretar, incluso, la muerte de la cuota de pantalla (obligación de proyectar una película comunitaria por cada tres películas norteamericanas dobladas) en un periodo de cinco años. Dicha muerte no se produjo porque ni siquiera el PP, a pesar de las opiniones de muchos de sus votantes, es capaz de dejar en la estacada a los capitalistas del cine español, que por muy modestos que éstos sean en comparación con los americanos, siguen representado una parte importante del PIB del país.

No es ni mucho menos una exageración concluir que si «Los santos inocentes» (1984), de Mario Camus, fue el modelo perseguido por la Ley Miró; «La vida alegre» (1987), de F. Colomo, «La marrana» (1992), de J.L. Cuerda, y «Airbag» (1996), de J. Bajo Ulloa, fueron los posteriores modelos defendidos por los liberalizadores ministros socialistas. Una ristra de despropósitos que tiene, de momento, su cenit en la película «Torrente, el brazo tonto de la ley» (1998), de S. Segura, adalid del modelo cinematográfico industrial implantado por el PP, y que de momento no parece que vaya a tener sustituto. Juzguen ustedes mismos los baremos de calidad media que se han barajado en el cine español desde Pilar Miró hasta nuestro días.
Y desgraciadamente, el proyecto de borrador de la que será considerada futura Ley Calvo no nos hace concebir mejores expectativas ya que ahonda en todos los apartados liberalizadores establecidos por el PP (puesto que sigue cargando el peso de las subvenciones según resultados de taquilla). Sin embargo, el PSOE, para poder establecer algún distanciamiento formal con el PP, le da al conjunto esa pátina supuestamente progresista que incluye la habitual palabrería hueca socialista en materia de cultura: productores independientes, mecanismos para evitar desequilibrios, adaptación a las nuevas tecnologías, respaldo a los autores, referencias a la diversidad cultural, ayudas a las mujeres directoras, creación de una agencia estatal de promoción internacional, y demás hojarasca. Parece claro que el modelo cinematográfico de la Ley Calvo será, aunque los productores de las cadenas de TV pongan el grito en el cielo, un modelo netamente televisivo con la previsible realización de secuelas de anteriores éxitos: «Alatristre 2» o «Los Borgia 2», y donde los mismos productores que pergeñan los culebrones televisivos para adolescentes, decidirán qué proyectos llegarán a las grandes pantallas y cuáles seguirán durmiendo en los cajones.

Como ya dijo Jorge Luis Borges, nada sospecho de progresismo político, la democracia es un abuso de la estadística. Y si nos pusiésemos a imaginar por unos momentos cómo sería, para la ministra de turno, la situación ideal del cine español a la hora de hacer balance, creo que le terminaríamos dando la razón al escritor argentino. Supuestamente, lo ideal para ella sería poder presentar ante la ciudadanía la noticia de que el cine español ha arrasado en la taquilla, es decir, que películas del tipo Torrente 3 o Isi/Dis 2 (la imaginación no me da para soñar con títulos de mayor calidad) han sido más vistas que La guerra de las galaxias 5 o que Rocky 6, y que por ello, la cuota de cine español se disparó hasta el 60%, y que también por ello, a los españoles nos gusta el cine español, y que también por ello, estas películas son merecedoras de recibir subvención. Esta sería, a grandes rasgos, la situación que mejor representaría el éxito del modelo de ayudas públicas auspiciado por PSOE y PP. Pero ¿y la calidad de estos productos?, ¿qué pasa con el abandono masivo de las salas cinematográficas por parte de un público para el que internet y la piratería son el único refugio de calidad?, ¿nos sentimos orgullos de que la basura española sea más visitada que la norteamericana? Y la última, quizás la más dolorosa para los defensores de la excepción cultural, ¿tiene sentido social acrecentar los beneficios de unas películas mediante subvenciones cuando éstas ya han demostrado que pueden defenderse en la taquilla por sí solas?, ¿por qué darle más dinero al que ya lo tiene?

Los mayores defensores de la futura Ley Calvo, es decir, la FAPAE (sospechosamente la patronal de los productores llamados independientes) siempre ha estado de acuerdo con todas las leyes del cine enunciadas hasta la fecha. Cierto es que todas son iguales, pero ¿no radicará en ellos gran parte de la responsabilidad de la mediocridad del cine de nuestras ciudades?, ¿no serán tan sibilinos de engañar a las sucesivas administraciones haciendo suya la frase de Lampedusa de que todo debe cambiar para que todo permanezca igual?, ¿tienen algún mérito cinematográfico en sus carreras Pedro Pérez o Eduardo Campoy, últimos presidentes de FAPAE, para ilusionarnos a los espectadores de cine? La FAPAE argumenta que produciendo cine de consumo adolescente la industria del cine español se solidifica, y que además los directores y guionistas más interesantes pueden hacer sus películas a la sombra de estos éxitos de taquilla. El argumento no puede ser más falaz, pero si fuese cierto, no podría ser más conservador.

El hecho de hacer segundas o terceras partes de películas lo que demuestra es el apesebramiento mental de productores, guionistas, directores y espectadores. ¿Que interés tiene presumir de una resplandeciente industria que hace productos defectuosos?, ¿qué mérito social tiene, por ejemplo, consolidar una industria de calzado que fabrique zapatos sin suelas?, ¿qué alguien esté dispuesto a pagar por algo es ya es motivo suficiente para fabricar ese algo? Y lo más dañino, ¿hay que utilizar el dinero público para premiar a estos productores que demuestran con sus filmografías una ausencia total de escrúpulos para con el cine?, ¿no son las sagas de «Isi/Disi» o «Torrente», que de películas cinematográficas solo tiene el soporte, una mera conversión de los contenidos de la televisión basura en películas basura?

Y respecto al argumento de que haciendo cine taquillero se acumula el suficiente dinero para que realizar otras películas menos exitosas, pero de más calidad, no digo más que a las pruebas me remito: el doloroso caso de El embrujo de Shanghai. Tiren de hemerotecas y repasen el desencuentro entre el productor Andrés Vicente Gómez y el director Víctor Erice con motivo de la película «El embrujo de Shanghai» (2002), de Fernando Trueba. Eso sí fue, como dice Godard en la frase que abre este artículo, un enfrentamiento entre la norma entendida como cultura dominante (la de los mediocres, no hay más que ver la película que terminó firmando F. Trueba) y la excepción entendida como arte. Por supuesto, perdió el arte y perdimos todos, porque ¿quién se acuerda hoy de El embrujo de Shanghai? Nadie. ¿Para qué sirvió hacer esa película? Para nada. El dinero siempre llama al dinero. Y si «Alatriste», «Los Borgias» o «Isi/Disi 2» han sido taquilleras, no duden que sus productores no se van a tirar en los brazos de Víctor Erice, Pere Portabella, José Luis Guerín o Isaki Lacuesta, para compartir con ellos sus films, sino que llamarán a los «artesanos» de siempre para hacer «Alatriste 2», «Los Borgias 2» o «Isi/Disi 3».

¿Qué hubiese pasado si la hubiese dirigido V. Erice? Pues, aún a riesgo de equivocarme (algo improbable porque Víctor Erice publicó su interesante guión), por lo menos, a unos pocos nos hubiese dado para estudiarla de arriba abajo como hemos hecho con los tres largometrajes anteriores del donostiarra. Y entre subvencionar algo que no resiste ni el paso de un fin de semana, como fue el caso de la película de Vicente Gómez y Trueba, o subvencionar algo que, en el peor de los casos, vamos a recordar unos miles de aficionados de por vida, parece lógico que sea más beneficioso subvencionar lo que perdura en el interior de las personas que lo que se olvida a la salida del cine. Pero claro, estos espectadores formamos parte de esa mayoría silenciosa de la que hablaba Fernando Arrabal que, por díscola y poco homogénea, supera la mirada de escaso alcance de nuestros políticos. Para poder valorar este tipo de mayorías es necesario salirse de los patrones de la estadística cuantitativa y entrar en los terrenos de lo cualitativo. Terrenos que a la democracia capitalista le están vedados de por vida.

* Licenciado en Comunicación Audiovisual, director del Certamen de Cortometrajes Juan Antonio Bardem y editor del libro
«El batallón de las sombras.
Nuevas formas documentales
del cine español»