Es propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas desde una cierta perspectiva de eternidad
Spinoza, Ética, II, proposición XLIV, corolario II

Su rostro golpeó con violencia contra el suelo. En ese instante, mientras sus compañeros de pelotón corrían hacia el puerto, Joao recordó el olor de su pelo, el sabor de su piel. La canción de Zeca Afonso, Grândola Vila Morena, había sonado de madrugada en Radio Renascença, la emisora de la Iglesia. Era, tras dudas y sobresaltos, la señal convenida. Todas las unidades tomaron las posiciones previstas y, horas después, sin disparar, la capital estaba controlada. El deseado cambio político, como si fuera una fiesta popular, se estaba produciendo sin incidentes. Aquello parecía organizado con cierto sentido estratégico. El régimen impuesto por Oliveira Salazar y continuado hasta la extenuación, a partir de 1969, por Marcelo Caetano, se derrumbaba. En medio de aquella magnífica algarabía de sonrisas y uniformes, Joao, veintidós años recién cumplidos, hijo mayor de Joao Almeida y Ermelinda Fortes, nacido en Moure, soldado de la 2ª compañía de artillería del Batallón Duque de Leça do Bailio, permanecía caído en el suelo, con la cabeza abierta, sangrando. Desde los balcones y las ventanas, las mujeres arrojaban claveles al paso de las tropas. Claveles rojos. Crecía la agitación. Algunos blindados recorrían las avenidas con discreto aire de victoria. Eran tanques viejos, roñosos, esforzadas máquinas de guerra que se habían convertido, al menos por unas horas, en autobuses y carros. Subidos en las torretas, con distinguido aire marcial, algunos muchachos agitaban banderas. Joao tenía veintidós años y ninguna esperanza de vida. Al bajar del camión siguiendo las instrucciones del teniente tropezó golpeándose contra el borde de la acera. Nadie se dio cuenta.

Llovía en Moure. Ermelinda limpiaba el gallinero canturreando. Pese a ser todavía joven, tenía el rostro atravesado por profundas arrugas. La piel cortada, las manos cortadas, ásperas, un mandil de cuadros blancos y azules y un pañuelo negro anudado bajo la barbilla. Era una mujer pequeña y morena a la que no asustaba el trabajo. Había parido con esfuerzo tres hijos; Joao, que estaba en Lisboa de soldado era el mayor; Emilia, la mediana, trabajaba en París en casa de los Frisson-Latour y María, la pequeña de la casa, andaba terminando la escuela primaria. El gallinero lo habían construido, entre sudores y alguna pelea, el último verano. Era un cobertizo grande de madera y piedra con el techo de uralita. Cuando llegaban los calores -y por allí hacía bastante- los animales, sin hallar un lugar donde cobijarse, sufrían. Ella estaba muy orgullosa del trabajo que sus hombres, como ella decía, habían hecho. Ermelinda tenía conejos, gallinas, un gallo rojo y negro al que llamaban Bento y cuatro dientes de oro que le pusieron una tarde de dolor en Oporto. Mientras tarareaba pensando en sus cosas y las gallinas revoloteaban a sus pies, Joao, vestido de verde olivo, agonizaba en una calle.

El capitán Nazario Pinto entró en el barracón con aire preocupado. Lucía una guerrera recién planchada y botas relucientes. Tras carraspear, apagó el cigarrillo en el cenicero dorado que flanqueaba la puerta y dio la orden con una voz firme y seca. En un par de minutos la tropa estaría formada delante del edificio. Un sol de primavera se abría paso entre las nubes. La noche anterior había estado lloviendo y el suelo estaba escurridizo. Joao se levantó triste esa mañana. Se había acostado temprano con la esperanza de conciliar rápido el sueño y, como le ocurría cada vez que se iba a la cama preocupado, había pasado toda la noche en vela dando vueltas en el camastro con el pensamiento fijo, detenido en algunos momentos felices de su pasado reciente. Se acordaba de su novia. La última vez que fue de permiso a su pueblo, a mediados de febrero, Margarida le había dicho, sentados en un banco de la plaza mayor de Barcelos, que ya no quería saber nada de él, que no quería ser su novia, que no le quería. Cuando el capitán entró en el barracón, Joao, impulsado por un resorte, se puso de pie delante de la cama. A esa misma hora -minuto arriba, minuto abajo- María, con las sábanas todavía marcadas en las mejillas y los párpados pegados con legañas blancas, desayunaba un tazón de leche con pan. Eran las seis y media. Las seis y media de la mañana del 24 de abril de 1974.

La sangre descendía con lentitud hasta alcanzar el cuello de la camisa. Era una sangre brillante, limpia, que contrastaba con el desteñido color del uniforme. Una combinación irrepetible. Joao, con los ojos cerrados, vio a su madre jugando con un perro pequeño en un prado cercano a la casa; el animal, marrón con manchas negras, saltaba y corría detrás de un palo; vio a su padre en la playa con el agua por las rodillas muerto de frío; llevaba un calzón de baño ancho con rayas azules. La sangre descendía con lentitud de funeral. Joao recordó el día que su hermana, asustada y nerviosa, se marchó a trabajar a Francia y a María, peinada con tirabuzones, comiendo galletas cubiertas de azúcar. Y luces, muchas luces como fogonazos o cohetes de feria, entrando y saliendo de su cabeza. La sangre descendía. Un fuerte olor a tierra mojada inundó su cuerpo. Ella le besaba despacio, riendo, enamorada, feliz. Se abrazaban hasta caer al suelo. Estaba frío. Ella le besaba y aquel instante parecía eterno. La sangre.