Una vez vencida la última huelga de transporte de mercancías y culminada con éxito la campaña propagandística del gobierno que presentó ante la ciudadanía a los huelguistas como una pandilla de mafiosos violentos, muchos deberíamos reflexionar al respecto. Han de hacerlo sin duda quienes convocaron la huelga, sobre todo los trabajadores autónomos que fueron víctimas principales del conflicto y objetivo prioritario de la represión policial. Estaba claro que era su capacidad de resistencia la que había que doblegar y a ello se aplicó el gobierno de Rodríguez Zapatero con pavorosa contundencia. El poso de rencor social que ha quedado entre quienes han sido tratados sin ningún tipo de miramiento por las fuerzas represivas del Estado, con el aplauso casi unánime de la prensa, es difícilmente evaluable hoy pero innegable. Tarde o temprano aflorará, de una forma u otra.

Y no estaría de más algún que otro balance crítico en el movimiento obrero y en la izquierda. Examinada la reacción de ésta, causa estupor que en general se haya dejado llevar del grosero maniqueísmo impuesto desde el principio por los grandes medios de comunicación. La índole de los argumentos esgrimidos contra la huelga a veces debía haber movido a burla por su simpleza, y no pocas a indignación por su mezquindad. Y sin embargo, han cosechado un éxito sin precedentes, no sólo entre las cúpulas sindicales más conservadoras, sino también en medios de la izquierda alternativa.

Ciertas diatribas tendrían que habernos resultado más familiares, antes que nada porque, con estar muy trilladas, en tiempos recientes han sido empleadas hasta el hartazgo contra las huelgas de Justicia, de sanidad o de diversos servicios de limpieza. Se va extendiendo de manera peligrosa entre la ciudadanía la idea de que los trabajadores pueden reivindicar sus derechos siempre que no molesten al vecino y son libres de protestar con la condición de que no se note que protestan. Pero una huelga no consiste simplemente en no ir a trabajar, sino en organizar la paralización de la producción. La huelga no es un dejar de hacer; es, por el contrario, la acción más ardua de los trabajadores en el curso de la lucha de clases. Y ello lleva de suyo la necesidad de que provoque notables efectos sociales para que alcance algún objetivo. En el caso del paro de transportes la demagogia de enfrentar a los trabajadores con el resto de la ciudadanía ha sido llevada al paroxismo por columnistas como Manuel Saco, quien en las páginas de Público comparó a los huelguistas al menos en dos ocasiones con los camioneros que paralizaron Chile para derribar el gobierno de Salvador Allende, otras tantas con el entorno de ETA y, faltaría más, con la huelga de pilotos de aviación. La rememoración del acoso a Allende ha sido de hecho recurrente, con seguridad por sus efectos sobre la conciencia de la izquierda y por su facilidad. Por supuesto, se omitía que poco tiene que ver el gobierno de Allende con el de Rodríguez Zapatero, aunque ambos se llamen socialistas, que el presidente español tuvo como principal aliada para romper la huelga a la mayor patronal del transporte y a la CEOE y que no parece en fin que tras los camioneros españoles se encuentre el Departamento de Estado norteamericano o la CIA.

Pero el ataque más repetido a la huelga se basó en negar que fuera tal. Dada la evidencia de que no se trataba de trabajadores asalariados, se habló de mero cierre patronal, tan ilegal como ilegítimo. Que la argucia convenciese a la derecha o a sectores de la socialdemocracia no es de extrañar; lo asombroso es con qué docilidad la asimilaron opinantes de izquierda radical mezclándola con un odio simplista y dogmático a la «pequeña burguesía reaccionaria».

Sin duda, el paro estaba cuajado de contradicciones, y la composición de clase de quienes lo convocaban fue la mayor de ellas, porque de tal composición de clase se infería la naturaleza contradictoria de las reivindicaciones y el carácter vacilante y confuso de la estrategia de movilización. Aparte de las contradicciones que por sí misma alberga la capa de pequeños y medianos empresarios, poseedores de flotas de diez o más camiones, siempre atrapados entre la confrontación con sus empleados y la competencia con las grandes compañías, estaba la confusión con éstos de los trabajadores autónomos que disponen de uno o dos vehículos y dependen para su subsistencia de una única empresa. Estos últimos son verdaderos trabajadores por su posición en las relaciones de producción, por más que no lo sean por la relación jurídica con sus explotadores y por más que su conciencia social padezca el choque de verse inmersos en un mercado voraz en el que concurren con las empresas que antaño los empleaban. Negarles el derecho de huelga porque se les ha excluido de las relaciones laborales para explotarlos con mayor facilidad es indecente y mezclar las simulaciones jurídicas con viejos dogmas da lugar a conclusiones ridículas.

Las propias contradicciones de la huelga, la confusión reinante y la perplejidad del movimiento obrero han regalado al gobierno y a la gran patronal un triunfo espectacular. De forma insólita, el ejecutivo socialista ha podido reaccionar ante un paro negociando precisamente con quienes se oponían a él -la todopoderosa Confederación Española de Transporte de Mercancías- en lugar de con quienes lo promovían. Ha aprobado reducciones de impuestos para cargar el sostenimiento de beneficios de las grandes compañías sobre las espaldas de toda la sociedad, incluidos los autónomos y pequeños empresarios en huelga (así, la reducción del 50 % en el Impuesto de Actividades Económicas, que sólo pagan sociedades con más de un millón de euros de cifra neta de negocio). Y ha reprimido las movilizaciones con extrema dureza y con el beneplácito de la inmensa mayoría de la población.

Para el futuro, los transportistas autónomos tendrían que evaluar mejor quiénes son sus verdaderos aliados -incluso los pequeños y medianos empresarios al final los traicionaron- y cuál es el sentido de sus reivindicaciones. No se puede adorar a Dios y al Diablo, no es posible reclamar la protección del Estado frente a los grandes capitalistas con instrumentos como una tarifa mínima al tiempo que medidas sociales y fiscales cuyos beneficiarios son precisamente los grandes. Pero también el movimiento obrero tiene que entender que el estallido de conflictos sociales de esta naturaleza proviene de contradicciones estructurales del sistema. Es necesario abordarlos intentando aglutinar al mayor número posible de explotados. A menudo la forma visible en que los conflictos se presentan no es sencilla ni unívoca, pero tampoco lo es por lo común la lucha de clases, ni la misma vida.

* Escritor