«Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente ha sido’.

Significa adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro.» Las palabras de Walter Benjamin no suponen un rechazo de la historia, sino de la mera asistencia y recopilación de los acontecimientos. Implican observar la historia «desde el futuro» o, como ha hecho siempre la clase trabajadora, desde la perseverancia en una tradición donde el recuerdo colectivo se conoce con certeza, lejos de un fluir de los hechos vistos sin su contenido latente de redención, sin la esperanza que existe incluso en las peores derrotas. ¿Qué duda cabe de que nos encontramos en ese «instante de un peligro», desde el que podemos conocer y reconocernos, fruto de la evolución de la lucha de clases, y justo en el momento en que la amenaza de la extinción, de la insignificancia y del desánimo sobrecogen a cualquiera que considere el significado de la izquierda?

La crisis de un proyecto alternativo tiene que recoger la experiencia de una fase de reflujo que coincidió con las condiciones en que se hizo la transición española, adelantando y agravando las dificultades que hemos podido observar en el conjunto de la izquierda europea. Las condiciones españolas fueron las más difíciles, porque evitaron el debate en la clandestinidad, lo pervirtieron en la transición y dejaron exhausta a una izquierda alternativa que no dejó de sufrir los efectos de un asedio proporcionado por el campo magnético del PSOE y por las condiciones de desmovilización que necesitaba la fijación de nuestro modelo político. Cosa que se sumaba a un cambio de ciclo que devastaba las bases sociales de la izquierda, al tiempo que fracturaba las posibilidades de un relevo generacional y una adaptación creativa a las condiciones creadas por la fase de la globalización. La reflexión acerca de esas condiciones específicas tiene que estar siempre presente para saber cómo se ha llegado a esto, sin reducirlo a errores coyunturales de uno u otro equipo dirigente, aun cuando alguno de tales equipos no haya sabido encontrar el mejor camino para enfrentarse a tales condiciones en su fase de mayor penuria.

La crisis de Izquierda Unida es de identidad y de proyecto. Sin establecer una tradición propia, el proyecto carece de sentido. Sin hacer que ese perfil tome cuerpo en una propuesta estratégica asumible por un sector apreciable de personas, la identidad pasa a ser un recurso defensivo, apreciable como testimonio, contingente como instrumento político. Ambos factores unidos constituyen la personalidad. Y convendría no olvidarlo cuando algunas voces y muchos ecos parecen empeñase en hacernos escoger entre una cosa u otra, aunque se guarden de decirlo. La identidad no es sólo lo que nos diferencia, sino lo que nos hace operativos. El proyecto no es ofrecer cualquier cosa que conceda valor de cambio, sino lo que define una identidad en la práctica. Izquierda Unida sólo puede crecer siendo reconocida por su utilidad, por su valor de uso que sólo puede acercarse a quienes sufren el sistema presentando propuestas que la identifiquen por su realismo, por las garantías de cambio posible y de acumulación de esfuerzos para hacerlo que proporcionen.

Izquierda Unida ha perdido, tras haber ostentado una posición minoritaria, esa capacidad de proyectar un espacio propio a los ojos de quienes lo necesitan. Sin personalidad, el necesario compromiso político que permite avanzar en condiciones difíciles, se convierte en una satelización que concluye en difuminación.

Identidad y proyecto suponen mantener aquellos aspectos de nuestra cultura que nos es más posible resaltar por la deriva de la socialdemocracia española. El discurso anticapitalista que no puede ser una afirmación genérica, sino un constante análisis y propuesta de las expresiones concretas que muestran su carácter letal para el bienestar de los trabajadores. La centralidad de la crítica a un sistema que no es sólo económico, pero que es un sistema de relaciones sociales determinadas por la búsqueda de la acumulación de riqueza. Cómo nuestro anticapitalismo denuncia la agresión a la cultura, la destrucción impune del planeta, la pérdida de la libertad, la opresión de género o las condiciones pavorosas de una nueva clase obrera que va constituyendo ante nuestros ojos la globalización, y donde la explotación puede presentarse no sólo en el trabajo, sino en la quiebra de la sociedad.

La derecha ha realizado su propia revolución, ha destruido el tipo de capitalismo que era ya superfluo para ingresar en una fase sin concesiones. Para ir a una etapa de degradación histórica, de desviación ante la que la revolución consiste, citando de nuevo a Benjamin, en poner el freno más que en avanzar por un camino de barbarie. El ciclo que vivimos se abrió como un estado de excepción que ni siquiera evitó la guerra y que ahora ni siquiera evita exhibir el costo real de la burbuja financiera. Este ciclo ni siquiera evita que incluso la democracia parlamentaria resulte un lastre ante las posibilidades del populismo berlusconiano o del monopartidismo bifronte que avanza como modelo de crisis de la representación institucional del conflicto social. En el instante del peligro, corresponde una espera distinta a la pasividad, donde germine la restauración de un perfil propio y de un doble optimismo: el de la inteligencia cultural y el de la voluntad estratégica. Conocer y darnos a conocer.

* Escritor