Gotas de pena caen día a día por el maestro que un 10 de diciembre de 2010 nos dejó. Huérfanos de su voz en vivo; ansiosos de su latido; esperanzados en cada nueva creación. El gran genio del Albaicín granadino esperó a terminar la grabación del documental ‘Morente. El barbero de Picasso’ para ingresar en la clínica de La Luz. Su última incursión en lo desconocido. Su último paseo.
Ese testimonio en imágenes y música ha cobrado una relevancia especial e inesperada con su fallecimiento. Dirigido por Emilio Ruiz Barrachina, cuenta la peculiar relación de Pablo Picasso y su barbero en Francia, Eugenio Arias. Morente y Barrachina trazan un retrato flamenco de esa estrecha unión y la banda sonora del documental se ha convertido en el postrera obra morentiana registrada en tres escenarios: Los Bañuelos (Granada), patria chica de Morente; Buitrago de Lozoya, cuna y tumba de Eugenio Arias y el Liceo de Barcelona. La obra se cierra con un mano a mano en los estudios CATA de Madrid entre el desgarro de Morente cantando ‘El ángel caído’ y las notas del piano del bonaerense Federico Lechner.
Por fortuna, no hemos caído en la maldita costumbre de sacar beneficio económico de los grandes sucesos. La conmoción seguida al fallecimiento de Morente no ha traído reediciones ni ediciones de material archivado. Sólo este libro-CD, ‘B.S.O. Morente’, pulcramente confeccionado y en el que, a modo de libro de condolencias, vierten sus agradecimientos cantaores, guitarristas, pianistas, periodistas, músicos del rock, de la escena clásica, gente del cine y de la poesía.
Me gusta lo que escribe Mayte Martín, otra iconoclasta del flamenco: «Si hablamos de música, Morente representa la frontera real, natural e inteligente entre el flamenco clásico y el contemporáneo. (…) Pero es hablando de ética -esa palabra sagrada en peligro de extinción- cuando se me llena la boca de Morente, porque esa ha sido su más valiosa aportación a este mundo y al universo flamenco. Jamás hizo una renuncia a aquello en lo que creía; jamás hizo una sola concesión ni traicionó su voluntad ni su lealtad a sí mismo y a su compromiso con el arte y con la vida».
Se agotaron los adjetivos en su duelo. Luego, el frío, el vacío, la añoranza, las dolorosas punzadas, el cerrar los ojos y verlo subido en las tablas con el puño cerrado entonando tangos, seguiriyas, soleás, bulerías, tientos… Hasta ese momento en que, solemne y grave, se acercaba al borde del escenario rodeado de palmeros y guitarristas para arrancar de su pecho el cante más estremecedor: el martinete. Ahí, el éxtasis agotaba hasta el último placer. Ahí sabíamos que estábamos ante uno de los más grandes de este arte universal que es el flamenco.