Las Naciones Unidas han declarado 2012 como el Año Internacional de las Cooperativas, con los objetivos de crear conciencia sobre del impacto socio-económico de las cooperativas, así como de promover su creación y crecimiento. Repasemos su historia…
Se fecha el comienzo del cooperativismo moderno en 1844 con la creación de la británica «Rochdale Society of Equitable Pioneers», cuyos principios siguen siendo la base a partir de la cual se define hoy una cooperativa. Podríamos resumir en tres grandes perspectivas las diferentes corrientes que aparecerán a lo largo de la historia de las prácticas cooperativas:
– La libertaria/mutualista, con origen en Fourier (1772-1837). Esta corriente pondrá el acento en la consecución de autonomía para la comunidad y las personas a través del mercado, imaginando que el estado no era necesario por la agrupación libre (federalismo) de comunidades organizadas cooperativamente.
– La socialista, reticente hacia el mercado, pensará a las cooperativas desde su relación con el estado como en el caso del llamado «socialismo autogestionario yugoslavo», en el que las empresas son entregadas a organizaciones sindicales para su «autogestión». Otros modelos como el del kibbutz de la izquierda del movimiento sionista, se conciben como herramienta de colonización territorial y construcción nacional-estatal a pesar de su autonomía legal.
– La católica, con economistas como Charles Gide (1847-1942) o activistas como el padre José María Arizmendiarrieta (1915-1976), inspirados por las ideas del cristianismo social y la doctrina social de la Iglesia Católica. Este modelo tendrá una importancia central en el desarrollo del movimiento cooperativo industrial y de consumo en Francia y Bélgica primero y en España (Mondragón) hasta la actualidad.
El hispanista Gerald Brenan sitúa el desarrollo del movimiento cooperativo en la península ibérica en el marco de una larga tradición de cultivo y pastoreo comunal de la tierra y organización de la pesca que tendría continuidad, en las tierras al Norte del Tajo, desde la Reconquista. La debilidad del capitalismo local que fue incapaz de aprovechar la desamortización para crear un capitalismo agrario reavivó el interés en el comunalismo.
La tradición comunalista, serviría de abono al movimiento cooperativista, en origen de orientación fourierista fundado en 1860 por Fernando Garrido, que modernizó y dio marco legal a pueblos-cooperativa como Port de la Selva, una de las viejas comunidades pescadoras de Cataluña, que serían calificadas en su época como pequeñas repúblicas libertarias. España no tendrá su primera ley de cooperativas hasta 1931, con la II República.
En general, en la península el cooperativismo no fue absorbido ni por socialistas ni anarquistas, manteniendo una tradición y mensaje propios, aunque, especialmente en las épocas de represión, prestara locales y diera cobertura y fondos a las actividades sindicales libertarias y a los partidos de izquierda.
Los regímenes autoritarios que asolaron la península hasta la segunda mitad de los 70 siguieron políticas paralelas frente al movimiento cooperativista, muy dañado en el caso español por la guerra y la durísima etapa posterior. El papel del catolicismo se habría de reforzar y hacer más militante a partir de la encíclica Mater et Magistra (1961), cuya reivindicación explícita de las cooperativas servirá de inspiración a muchos jóvenes, alentados por la idea de que la cooperativas son creadoras de auténticos bienes.
La recuperación de libertades democráticas fue seguida de un nuevo desarrollo del cooperativismo en toda la península, amparado por las nuevas constituciones que explícitamente encomendaban al estado el fomento del cooperativismo. En España la experiencia de éxito de las cooperativas agrarias del Levante y Sur y sobre todo de las industriales vascas, impulsarían una legislación favorecedora y orientada a la formación de grandes grupos cooperativos.