El 2 de junio, bajo el carrusel ominoso de los buitres, encontraron muerto a Satao en el Sureste de Kenia, en el Parque Nacional de Tsavo Este. Satao, el gran elefante de más de cinco toneladas de peso, era uno de los pocos “tuskers” que quedaban; es decir, elefantes cuyos colmillos, de unos dos metros, tocan el suelo. Tenía 45 años y había logrado superar innumerables sequías y hambrunas.
Satao, lo que quedaba de él, había sufrido una humillación insoportable. No yacía de costado, sino que se mantenía extrañamente semierguido sobre el equilibrio trenzado de sus patas. Pero ya no era Satao, no era nadie: le habían demolido la cara, como se derrumba la parte noble de un edificio. Satao era un hueco, una caverna tallada a hachazos, a la espera de las alimañas que tallarían la nueva y definitiva imagen a través del despojamiento en torno a su esqueleto. Es lo único que sería retirado, lo que comieran las alimañas. El resto quedaría allí, porque no es rentable, porque, a pesar de los pesares, no existen ya cementerios de elefantes. Eso, sí, en aquel lugar, gracias a los restos de Satao, crecería imparable un gran árbol.
Los furtivos, por unos colmillos que pesarían más de 50 kilos (recuperada la raíz, embutida en la mandíbula), pueden haber cobrado entre 8 y 12.000 euros. El intermediario puede vender el kilo a mil euros, cuadruplicándose su valor en la distribución minorista final.
Satao también queda como tema de conversación en los grandes campamentos donde en torno a hogueras nocturnas, acompañados por rubias oxigenadas, los prohombres del mundo suelen reunirse para comentar sus hazañas, enlatadas al vacío, y para adecuar el ritmo y la cuantía de sus comisiones procedentes de las grandes obras que en nombre de sus países representan.
Un buen intermediario y comisionista es aquel que, en torno a las hogueras de la infame fábula, demuestra que ha matado a los cinco grandes animales, a las bestias más grandes y, sobre todo, a la mayor bestia de todas, el elefante. Lo importante es esto, no cómo se haga, desde la esterilidad y la ausencia de todo peligro para el cazador. El cazador, vestido de leyenda, con uno de los mejores rifles del mundo en sus manos, se dispone para la hazaña protegido por cazadores profesionales que, al final, nadie sabrá si han sido ellos los que realmente han abatido la pieza, dado el temblor que le envenenó las piernas al conspicuo intermediario en el momento clave. Hay que plantarse ante el elefante, comprobando la tranquilidad de la mole, y buscarle la frente desde unos cuarenta metros, menos si es posible. Y el elefante caerá como las torres gemelas, desplomándose, de manera absolutamente vertical, levantando en su torno una nube de polvo. Caerá como las torres gemelas, sobre habitaciones habitadas por miles de ciudadanos que van a pagar en recortes las intermediaciones producidas al calor de las hogueras africanas.
Este modesto artículo está dedicado a Satao, el rey de la selva, el último “tuskers” del mundo, a quien le fue vaciada la cara tras el disparo de uno de esos reyes de leyenda que pueblan todos los walts streets del planeta. Nos queda el consuelo de saber que en el sitio donde ahora yace su cuerpo surgirá con inmensa e imparable fuerza la planta poderosa e indestructible de una república.