Se cumplen siete años de la crisis económica mundial sin que se atisben signos de que remita, por más que Merkel y Rajoy lo juren por el botafumeiro. Algunos aduladores entusiastas, confundiendo la velocidad con el tocino, creen que el que la prima de riesgo española haya bajado es la prueba evidente de que los mercados, esos arcanos insondables, nos han devuelto su confianza. Nada más equívoco; lo que ocurre es sencillamente que no hay mejores alternativas de inversión y menos con una deflación en puertas. Es más, el mundo se está volviendo un lugar cada vez más peligroso como están percibiendo directamente en Siria, Irak, Palestina o Ucrania. Pero, contrariamente a la interpretación que difunden los medios, no es que los conflictos pongan en peligro la recuperación, sino, por el contrario, es la ausencia de recuperación –en particular la de la economía americana que va perdiendo a los puntos su carrera con la china– la que anima a Obama y a sus amos a perseguir este tipo de política económica “poco convencional” consistente en meter fuego por los cuatro costados.
La cosa se está poniendo tan complicada –que se lo cuenten a Hollande– que hasta Mario Draghi ha defendido en Jackson Hole (USA), en una reunión de grandes banqueros centrales, que la Unión Europea relaje la presión obsesiva por el déficit. De manera alambicada, y por supuesto salmodiando la letanía ritual de las reformas estructurales, ha pedido a los grandes gobiernos europeos que aflojen el lazo. Él, por su parte, se ha comprometido a seguir regando con dinero fresco a los bancos pero es consciente de que eso no es suficiente. Es más, sabe que a falta de inversión real y en un entorno deflacionario, esas inyecciones de liquidez se convierten en burbujas. Aunque no falten quienes, como Paul Krugman, estrella keynesiana del grupo PRISA, y Larry Summers, Secretario del Tesoro estadounidense con Bill Clinton, opinen que a falta de inversión, buenas son las burbujas; si no queremos un desempleo demasiado alto tendremos que hacernos a la idea de una inestabilidad financiera permanente.
Draghi es un hombre práctico, un banquero, no un ideólogo ni un erudito a la violeta como Krugman. Sabe que, ahora que le han encargado, además del control del euro, la supervisión de los grandes bancos europeos, los riesgos de inestabilidad no son artefactos teóricos sino dolores de cabeza. Dolores de cabeza que no podrá eludir mientras persista el elevadísimo endeudamiento de las economías europeas: consumidores, empresas y ahora Estados. Porque lo único que resolvería la crisis es una masiva devaluación del capital. A falta de una suave inflación que devalúe sordamente la deuda o de una oleada de innovación técnica que rebaje el valor del capital constante, las opciones son dos: la renuncia a cobrar la deuda o seguir arrastrando los pies en una depresión continua. Es un hombre práctico pero es un banquero, la primera salida no le vale. Así las perspectivas que se le abren son sombrías. ¿Podrá esta Unión Europea aguantar siete años más de depresión y altibajos? ¿Queremos aguantarlos?