La caridad es lo que tiene. Cuando se ejerce deja un sentimiento de alivio en el alma herida por la visión de la desgracia ajena. Pero si el gesto de compartir se convierte en algo repetido, cotidiano, la desgracia de los demás ya no se ve como algo injusto, sino molesto. Empiezan entonces los comentarios, primero interiores, más tarde a voz en grito, que sugieren que qué culpa tiene uno de lo que le suceda al malaventurado o, tal vez, que si está así, será porque se lo haya buscado. La presencia del pobre interrumpe nuestras antaño cómodas vidas, hoy más precarias. La euforia del primer momento se torna desconfianza hacia quien se aprovecha de las migajas de los restos del banquete. Los brazos abiertos para recibir a los desesperados del planeta, ya no son tantos. Hay quien los cierra, quien los deja caer convenciéndose de la impotencia. Al lema de “welcome refugees”, se le suma una apostilla, “si no sois demasiados”.
Y sin embargo ahí están. Diariamente miles de personas, niños, ancianos, familias enteras, los jóvenes más talentosos y los que ya no tienen nada que perder, se aventuran a través de kilómetros hostiles y cementerios marinos en busca de un resquicio de esperanza. Y parece que no tuviéramos nada que ver en su éxodo criminal. Pero sí. No han elegido dejar atrás su hogar, ni les mueve una ambición desmedida que les fuerce a llegar a nuestros países víctimas del espejismo de nuestro bienestar. Somos nosotros, aquellos quienes nosotros permitimos que nos gobiernen, quienes como el temible Jehová, hemos lanzado sobre sus tierras lenguas de fuego y destrucción. Para que no nos rebelemos con aún más recortes en nuestra maltrecha economía se ha aplicado sobre los habitantes del Sur, no el preciso bisturí del cirujano, sino un sangriento y oxidado cuchillo de carnicero. A las bombas se añade la supresión de la Cooperación Internacional y la Ayuda al Desarrollo. A la legítima libre circulación de personas, las vallas de alambre de espino y concertinas. No son solo el fruto de gobernantes locales corruptos o tiránicos, son los daños colaterales de este capitalismo salvaje que ha encontrado en la globalización manga ancha para todos sus desmanes. Baste pensar que el dinero aportado por los estados al rescate de la banca mundial supone una cantidad cincuenta veces mayor que la necesaria para asegurar a todos los habitantes del planeta las necesidades básicas, alimentación, sanidad, acceso al agua potable, energía o educación.
Para frenar las revueltas que la carestía, tarde o temprano, provocará en nuestro mundo opulento, hace falta saquear aún más a aquellos que menos peso tienen en nuestra vida cotidiana. De su casa proviene el gas con el que cocinamos, el petróleo con el que llenamos las autopistas, el coltán con el que hablamos por el móvil, el grafeno, el uranio, el oro, los diamantes, el arroz, los cereales, la soja, los vegetales o la ganadería; de sus manos, la producción barata. A ellos les arrebatamos vida y bienes. Les forzamos a una violencia, tanto económica como física, que acaba por expulsarles de la tierra de sus antepasados.
Entonces llaman a nuestra puerta y la respuesta es criminalizarles, repartirles como ganado, encerrarles en auténticos lager. Entonces llaman a nuestra puerta y, al principio, nos sentimos caritativos. Al principio les ayudamos como buenos ciudadanos que cumplen su deber para con el prójimo. Luego empiezan las voces, bien alimentadas por los medios de comunicación, que les culpan de aprovecharse de nuestra bondad, de abusar de nuestra generosidad.
Pero no se trata de caridad, sino de restituirles lo que les robamos. Son ellos el espejo en el que nos deberíamos mirar, porque así como les vemos, nos veremos en un futuro si no paramos esta guerra que el capitalismo ha declarado a la Humanidad.