El próximo año se cumplirá el centenario de la Revolución de Octubre, un siglo después de los diez días que conmovieron al mundo, el mundo nos interpela por la vigencia y la utilidad del proyecto comunista.
El viejo fantasma reaparece disfrazado de fantoche en los labios de los que ahora parecen tener miedo. “Comunista” sigue siendo el adjetivo usual para calificar a los supuestos enemigos del régimen dinástico. En el centenario de la Revolución de Octubre reaparecen el bolchevismo y los soviets: mal informada está la derecha episcopal [1], confundiendo el morado con el rojo, cosa que jamás le ha ocurrido con el púrpura.
Y resulta paradójico que los que nos acusan de reabrir viejas heridas, por defender la verdad frente al olvido, utilicen al viejo fantasma para sacar a flote los miedos inoculados en la memoria colectiva de este pueblo. Las dos Españas reaparecen en las tertulias, en los titulares y en las tabernas. “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”, se atreven a añadir algunos, olvidando que Machado dejó dicho que la una moría… y la otra bostezaba.
Cien años después de aquella Revolución contra El Capital, la utilidad y la vigencia del proyecto comunista están en duda. Nuestro partido, el PCE, que llegó a disfrutar no hace tanto tiempo los parabienes de la gauche divine y castiza, no deja de recibir los reproches de los bienpensantes, recibiendo, eso sí, los agradecimientos por los servicios prestados a la democracia en España. Incluso en el seno de la propia IU, compañeros y compañeras de viaje, siguen utilizando al viejo fantasma para situarse de manera oportunista en los debates. Prefiero mil veces a aquellos que de frente afirman que el PCE es un lastre para el avance de la izquierda en España. Y prefiero otras mil veces demostrar con hechos, más que con retórica, lo equivocados que están. Claro que quizá no estemos pensando en lo mismo cuando hablamos del “avance de la izquierda”.
Porque la encrucijada en la que nos encontramos es ruptura o restauración. Y en medio de ella afrontamos nuestro vigésimo congreso. Apostamos por la ruptura. Lo expresamos con claridad en el XIX Congreso, concretando y dando continuidad al histórico discurso del secretario general en la fiesta del PCE de 1996. Pero apostar por la Ruptura Democrática no basta. Es necesario definir con claridad en qué consiste esa apuesta, cuáles son los elementos programáticos básicos que definen esa Ruptura, qué alianzas de clase convergen en ese programa y, sobre todo, cómo se sitúa el momento de la ruptura en el horizonte estratégico de la lucha contra el modo de producción capitalista.
Cabría por lo tanto afinar un poco más en el carácter de la revolución democrática que propugnamos. Tal término (revolución democrática) ha sido utilizado y, hasta cierto punto manoseado, hasta que hemos convenido el concepto de «ruptura». Digo manoseado porque, efectivamente, la ruptura que propugnamos tiene el carácter de una revolución de tipo democrático, y aunque no socialista, si cabe, y hasta resulta necesario, calificarla también de social. El problema es que, al contrario que en los albores del capitalismo, la burguesía no está dispuesta a encabezar ninguna revolución democrática. Nuestra tradición política se ha encontrado, desde su mismo momento fundacional, con la tesitura de combinar la lucha democrática contra las autocracias (como el zarismo) con los objetivos socialistas. Para ello estrategia y táctica deben permanecer íntimamente unidas, no funcionando como compartimentos estancos a los que recurrimos indistintamente en función de la ocasión histórica de turno.
La conexión de la base material con la reivindicación democrática es lo que se ha dejado atrás el «ciudadanismo”; indagando en los elementos formales radical-democráticos, han chocado contra el muro del Poder, es decir, con la arquitectura institucional que con su fachada democrática oculta las contradicciones de clase y facilita las condiciones de acumulación del Capital.
Así mismo, la cuestión de la democracia y la soberanía, así como el papel del Estado, son cruciales para poder entender el carácter de la revolución que propugnamos, evaluar sus condiciones de posibilidad y establecer las alianzas adecuadas para llevarla a término. La transferencia de soberanía desde los parlamentos nacionales a instituciones y organismos no democráticos; las dificultades, los frenos y los vetos a medidas parciales de mejora de las condiciones de vida del pueblo trabajador, confirman nuestra sospecha de que una cosa es el gobierno y otra el poder. Por eso es necesario trabar, coser las reivindicaciones democráticas con las medidas parciales y concretas de mejora de las condiciones materiales de existencia del pueblo trabajador. Estas medidas configuran un programa, en sentido fuerte, no meramente, o ni siquiera, electoral.
¿En qué sentido la revolución es social y democrática y aún no socialista? En el sentido de que no estamos propugnando como elemento programático principal y a corto plazo la superación del modo de producción capitalista. Somos conscientes de que lo que Gramsci llamó el «sentido común», en esta época, aquí y ahora, no es precisamente anticapitalista. Pero sin embargo cabría identificar espacios de conflicto donde el sentido anticapitalista avanza o podría germinar. Cuando desde el ciudadanismo se choca con el Poder es normal venirse abajo. Cuando se choca desde el movimiento y el conflicto social se entienden mejor los límites y las fronteras que el capitalismo, en su etapa neoliberal, ha puesto a la disidencia.
Y esa es la arena donde el Partido Comunista dirime la lucha. Por lo tanto, en este XX Congreso que ahora empieza con su I Fase, el PCE asume el reto de virar lo necesario su estrategia y de hacer los ajustes tácticos adecuados para insertar cada una de las luchas en un sentido común anticapitalista, dando un sentido global a todas y cada una de las expresiones de la lucha de clases. Porque lo cierto y verdad es que la explotación del capital se sufre desde identidades diversas y fragmentadas: la mujer, la persona inmigrante, la persona joven o mayor, el personal funcionario, etc. Una realidad fragmentada que el relato posmoderno, valga la redundancia, se ha ocupado de dibujar como un collage donde sólo tienen sentido cada una de las piezas que lo componen. Nuestra misión es demostrar que detrás de ese collage hay un hilo rojo que conecta los desahucios con la precariedad laboral, que conecta la privatización de los servicios públicos con la violencia machista, que conecta el ascenso del fascismo y la xenofobia con la presencia de la VI Flota en nuestras aguas, que conecta el artículo 135 de la Constitución con los muros de Ceuta y Melilla.
Por lo tanto, el programa del partido no puede ser una suma aritmética de las reivindicaciones parciales de las distintas luchas y de las redes que las sustentan. El programa del Partido se traslada a todos y cada uno de los frentes de lucha de manera adecuada a cada uno, pero con un sentido común, el de acumular fuerzas para modificar la correlación de las mismas. Aquí es donde encaja la construcción de unidad del pueblo trabajador, de unidad popular.
En esta primera fase del XX Congreso adecuaremos la estrategia para que el PCE sea un partido dedicado enteramente a la construcción de unidad popular. Ello conllevará los cambios organizativos necesarios y la adecuación de la táctica y de la práctica diaria de nuestra militancia. Coser, unir, tejer los nudos de las redes de resistencia popular es el sentido de existencia del Partido Comunista. Pero para lograr tal cosa conviene que seamos capaces de unir, a la vez de distinguir, las reivindicaciones de carácter democrático con las de carácter económico. No podemos caer en el mero economicismo obrerista ni dejarnos atrapar por los relatos idealistas del ciudadanismo radical. Acompasar cada uno de los elementos del programa a las posibilidades de resistencia social y de acumulación de fuerzas significa que cuando estamos proponiendo el trabajo garantizado o una banca pública no estamos renunciando a la construcción del socialismo. Al contrario, las medidas concretas que nuestro programa a corto propugnen deben basarse en las posibilidades que las mismas tienen para abrir grietas y contradicciones en el Poder y en la condición de acumulación de fuerzas que conlleve.
En 1901 Lenin comenzó a escribir el Qué hacer, una obra que dedica la máxima atención a la cuestión de la relación entre lucha económica y lucha política, así como la relación entre espontaneidad y consciencia en el movimiento obrero. Analizando su presente, el de la lucha contra la autocracia zarista, evitando construir un partido “democrático” que abandonase el objetivo de la revolución social para limitarse a exigir reformas graduales del capitalismo. Llegó en ese contexto a la conclusión de que había que organizar un partido que apenas existía con unas características organizativas adecuadas al momento político. Casi al final del libro Lenin parece responder a la pregunta del título: hay que soñar, dice alguien que nunca dejó de tener los pies en el suelo. Alguien que poco después asumió y estudió la derrota de 1905, sin nunca dejar de soñar Octubre.
Nota:
1. “Estar informados” es el sarcástico lema de la cadena de radio COPE
Secretario General Partido Comunista de Andalucía