Durante el –parece que ya olvidado- genocidio ruandés de los primeros años 90 del pasado siglo XX, las consignas lanzadas desde una emisora de radio, Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (RTLM) jugaron un papel fundamental. La cosa empezó, como suele suceder, de forma suave o soterrada, combinando programas musicales y de actualidad que captan la atención de la juventud y los inconformistas, con chistes y ridiculizaciones (racistas, xenófobas) del adversario que se va convirtiendo casi de forma imperceptible en el enemigo y la encarnación del mal. El discurso va subiendo el tono hasta convertirse en odio explícito, creando un clima y un estado mental que mucho tuvo que ver con aquel brutal genocidio que horrorizó al mundo. En este caso, fue tan apabullante el señalamiento de personas concretas, la delación de sus ubicaciones y su definición como objetivos a eliminar -la mayor parte de la cuales fueron efectivamente brutalmente asesinadas- que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda creado por Naciones Unidas halló culpables en 2003 a todos los responsables de RTLM de genocidio, incitación al genocidio y crímenes contra la humanidad. Para casi un millón de personas ya era tarde, muy tarde.
Estas cosas siempre pasan lejos.
Estas cosas siempre les pasan a otros.
Estas barbaridades son cosa del pasado, nunca se podría repetir algo así.
Esas tres ideas, como algunas otras similares que son las primeras en venirnos a la cabeza a nosotras al recordar estas y otras aberraciones históricas, fueron el peor enemigo de ese millón de seres humanos. Quizá hubiera bastado que entonces la gente no hubiera pensado exactamente lo mismo que nosotros hoy.
Desafortunadamente desde las ondas se siguen enviando los mismos mensajes. Los protagonistas son otros, las historias son otras, pero el odio es el mismo. El odio no es una emoción primaria, no es intrínseco al ser humano. El odio se construye, se macera, se alimenta, se manipula y se enfoca hacia lo que le interesa a quienes tienen la capacidad y posibilidad de construirlo, macerarlo, alimentarlo y manipularlo. El odio es una válvula de escape y una cortina de humo perfecta para ocultar las relaciones de poder que verdaderamente causarían nuestra ira (esa que sí es primaria) de ser observadas sin filtros.
Contaba a modo de advertencia el genial Atilio Borón, en un artículo previo a las elecciones en Brasil que finalmente ganó Bolsonaro, cómo Hitler no era más que un fracasado y habitual motivo de escarnio y burla de los clientes en las tabernas austriacas allá por los años veinte en el periodo de entreguerras, el mismo Adolf Hitler que fue capaz de inocular el odio más formidable que haya conocido el siglo veinte. También era un personaje objetivamente mediocre y hasta ridículo ese tipo que acabó siendo en estas tierras “el caudillo” y cuyas víctimas yacen aún sin identificar en nuestras cunetas.
Hay un sinfín de personajes en estos momentos tan o más ridículos, mediocres, patéticos y merecedores de nuestras burlas como aquellos, pero por insignificantes que parezcan, cuando coinciden en el tiempo con esa atmosfera propicia para el odio y con la creación interesada de un determinado estado de opinión, surgen monstruos. Y la historia nos ha enseñado que a los monstruos no es buena idea tomárselos a broma.
Ahora enciendan la tele, sintonicen la radio, presten un poco de atención a lo que ven y escuchan, cambien las tranquilizadoras afirmaciones anteriores por interrogantes y pregúntense, ¿están tan lejos? ¿nos está pasando a nosotros? ¿esas voces acaso no son ecos del pasado en el presente?
Quién sabe los millones de personas para los que será vital que nos contestemos acertadamente y cuanto antes estas preguntas.