Tiempo después es la última película de una de las rara avis más extraordinarias y revolucionarias del cine español y es, al mismo tiempo, la carta de despedida de un guionista y director de esos de los que en un siglo nacen unos pocos, de uno de esos mirlos blancos geniales e imprevisibles, del maestro José Luis Cuerda.

También es su testamento cinematográfico (ojalá no termine siéndolo y se anime de nuevo) y un tratado fílmico en el que confluyen todas las obsesiones e intereses de una vida fílmica a caballo entre el humor surrealista (y costumbrista al mismo tiempo, hay que ser genial para combinar ambas cosas) y la visión dolida de un país, España, roto en dos por la sublevación fascista de 1936.

Tiempo después es, entre otras muchas cosas, la culminación de ambas obsesiones. Asistimos, con ritmo raudo y un pulso inusitado para alguien de la edad de Cuerda (un chaval en el fondo) a una metáfora sobre esas dos Españas y sobre la lucha de clases.

El punto de partida es puro Cuerda. En un mundo apocalíptico casi a lo Blade Runner, sobrevive un edificio en medio de la nada que, como el astillero de Onetti, está atravesado por absurdas normas burocráticas y ocupado por la clase alta y acomodada que compite bajo las leyes del capitalismo salvaje. Fuera, hundidos en esa nada, los habitantes del campo, que tienen negado el acceso al edificio y sus privilegios pero que no se resignan a aceptar la división social. A partir de ahí, se suceden en cascada escenas de humor delirantes e hilarantes que nos recuerdan otras joyas del director como Amanece que no es poco o Así en el cielo como en la tierra. Las carcajadas se desatan y el espectador se sumerge en una historia que tiene de todo, hasta una canción de Joaquín Sabina inédita que acompaña los créditos finales. Y en el centro del interior de esa carcasa de humor, como grano de pimienta, estalla una reflexión sobre la naturaleza del ser humano y la concepción progresiva de la Historia de Carlos Marx. Aquí se hermana la película con otras de la carrera del director, como la excelente La Lengua de las mariposas o la más desigual Los girasoles ciegos.

La conclusión de Tiempo después, ciertamente, no es muy optimista, pero poco importa porque, tras todas las derrotas, parece querer decirnos Cuerda, siempre seguirán quedando en pie personas que estén dispuestas a luchar contra la injusticia y la opresión. Una de cal y otra de arena.

A todo esto, se suma un reparto inacabable plagado de referencias actorales del humor contemporáneo patrio, desde Andreu Buenafuente a Miguel Rellán. Entre todos, sobresale Roberto Álamo, que lleva el peso narrativo de la historia con la fuerza y la sabiduría que sólo un puñado de actores escogidos posee.

En definitiva, este producto de la factoría Cuerda es una delicia y no pueden perdérselo si les gusta reír y les interesa pensar en cosas serias entre carcajada y carcajada. Es una joya y una luz en medio de ese océano de oscuridad y mediocridad constante que es el cine últimamente (honrosas excepciones hay, es cierto), en medio de tanta repetición y tan poca originalidad.

Tiempo después, creo que ha quedado claro, es una película de humor inteligente y político. Y no quisiera acabar esta crítica, que termino con el zarpazo horrible de una trágica noticia, sin dedicarle unas líneas a una persona que era inteligente, tenía un profundo y brillante sentido del humor, y que siempre mantuvo a gala un compromiso político inquebrantable. Esa persona es, era, Alberto Arregui, al que la muerte nos ha arrebatado antes de tiempo en otra de sus macabras maniobras.

A él va dedicado este artículo. Por todas las risas y los vinos que compartimos.

Y por tantas cosas, compañero del alma, compañero.