Hace siglos que tenemos más de 1.000 motivos para movilizarnos el 8 de marzo. Las huelgas feministas vienen de lejos, y van más lejos todavía. ¿Quién duda que en las movilizaciones de las mujeres de finales del siglo XIX no reclamaban, como lo hacemos hoy, el fin de la brecha salarial o de las agresiones sexuales?
Hace 109 años, que la política comunista alemana Clara Zetkin proclamó el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer, en la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas. Entonces, la lucha por los derechos de las mujeres hacía ya unas décadas que había tomado fuerza, y las socialistas organizadas de todo el mundo empezaron a alzar la voz.
Las huelgas de las obreras del sector textil en Estados Unidos llegaron a congregar a 20.000 trabajadoras que reivindicaban mejoras laborales en los años 1908 y 1909. Estos paros marcarían la lucha del feminismo hasta nuestros días, además del dramático asesinato de 123 mujeres y 23 hombres quemados en la fábrica de confección Triangle Waist de Nueva York un año más tarde.
Pero la gran chispa revolucionaria estaba todavía por llegar. En plena Primera Guerra Mundial, en 1917 en Rusia, la mitad de la clase obrera eran mujeres y hacían colas interminables para garantizar el pan a sus hijos antes de ir a la fábrica. Hartas, el 8 de marzo se declararon en huelga y reunieron cerca de 90.000 manifestantes bajo la demanda de «paz y pan». La movilización ya era imparable. Ellas fueron las que iniciaron la revolución que derrocó el zarismo.
Líderes como Clara Zetkin y Aleksandra Kollontai emprendieron la lucha feminista más allá de la de las sufragistas. La mayoría eran de origen burgués, acomodadas en lo material, y buscaban la equiparación de derechos civiles y políticos con los hombres de su clase social, mientras que socialistas y bolcheviques reivindicaban la emancipación de las mujeres a todos los niveles.
Los inicios del siglo XX fueron un hervidero para la toma de conciencia de clase y organización de las mujeres. Los debates de ese momento son hoy totalmente vigentes. Como el del trabajo no remunerado, que la feminista marxista Rosa Luxemburg ponía sobre la mesa. Lamentaba que «mantener la existencia cotidiana de la familia y criar a los hijos no es un tipo de trabajo productivo en el sentido económico capitalista, a pesar de que en mil pequeños esfuerzos arroje como resultado una prestación gigantesca en autosacrificio y gasto de energía». Luxemburg sentenciaba que «aprender clara y agudamente esta realidad brutal es la primera tarea de las mujeres proletarias».
La revolución feminista llegó al poder en la Rusia soviética. Kollontai e Inés Armand crearon el pionero Zhendotdel en 1919, un ente gubernamental para la participación de las mujeres en la vida pública, que trabajaba para conseguir la igualdad entre sexos.
Entre los hitos más destacados estaba el desarrollo de una legislación que dejaba de perpetuar a la mujer como una subordinada del hombre, que permitía el aborto y el divorcio, y otorgó el derecho a voto. Se aprobaron prestaciones sociales de maternidad, se crearon guarderías, se velaba por las cuotas de contratación femenina y se llevó a cabo una cruzada contra el analfabetismo y la prostitución. Todo esto se desvaneció en los años 30, con la llegada del estalinismo y el retroceso en la liberación de la mujer.
El camino para llegar hasta aquí había sido muy largo, pues las líderes nombradas y tantas otras que habían luchado hasta el momento, habían sufrido anteriormente la represión, el exilio y la cárcel, y algunas acabaron asesinadas. También fueron incomprendidas por sus colegas revolucionarios, acusándolas de descuidar la lucha de clases. Esta senda incansable de lucha y represión seguiría durante décadas en todo el mundo.
Un siglo más tarde, el avance no ha sido el esperado. Los Estados Unidos, a pesar de ser un hervidero feminista a lo largo de la historia, no reconoció el Día Internacional de la Mujer oficialmente hasta 1994. La ONU no lo hizo mucho antes. Instó a los estados a proclamar un día «Día de las Naciones Unidas para los derechos de la mujer y la paz internacional» en 1977, seis décadas después de hacerlo la URSS.
Fue entonces, a finales de los 60 y a lo largo de los 70, cuando una generación de mujeres puso otra vez el feminismo en primera línea. Se reafirmaban, rechazaban la feminidad impuesta y los corsés sociales a los que se las sentenciaba y proliferaron las manifestaciones a favor de cambios legislativos.
En el caso de España, se venía de un largo período gris de cuatro décadas franquistas que interrumpieron los avances conseguidos, como el derecho al divorcio, al aborto, al voto o a recibir la misma educación que los hombres. La recuperación de derechos ha sido lenta y costosa, y hoy en España, contagiada por el auge de la ultraderecha en todo el mundo, se escuchan planteamientos demoledores para el avance de las mujeres.
Nos acercamos a la segunda década del siglo XXI con una movilización extraordinaria frente a las barbaridades machistas que resuenan por doquier. Sin ir más lejos, el líder de la oposición declara que «si queremos financiar las pensiones debemos pensar en cómo tener más niños, no en abortar». Se le suman jueces y tribunales que no distinguen entre abuso y violación brutal o que banalizan la violencia machista, que ha dejado 950 mujeres asesinadas desde 2003, año desde el que se recogen las estadísticas oficiales.
Ciertamente la historia, con sus luchas colectivas y los referentes que nos ha dejado, son la mejor preparación para interpretar el presente y encaminar con valentía el futuro, sabiendo con certeza que sin el fin de la discriminación de las mujeres, esta sociedad ni avanza ni va a ninguna parte.