Hay películas que nacen para ser eternas e indelebles, marinadas ellas con todos los ingredientes necesarios para alcanzar la categoría de inolvidables. Destinadas a ser clásicos del cine, testamentos cinematográficos o cualquier otra etiqueta grandilocuente que queramos asignarles.

El irlandés, desde luego, contaba a priori con todas las vitolas necesarias para ello, a saber: película de gángsteres del director que mejor ha retratado a la mafia en los últimos treinta años, actores que son ya más mitos que intérpretes, y una historia de base que explica por sí sola el desarrollo político, social, sindical y económico del gran monstruo capitalista, los Estados Unidos.

Con un metraje de casi tres horas y media, el film arranca con un largo plano secuencia que nos lleva a un Robert de Niro anciano, postrado en una silla de ruedas en medio de la sala recreativa de una residencia para la tercera edad. Su personaje nos contará la historia y, ese plano, parece anticipar una película al más puro estilo Scorsese, de ritmo vertiginoso, pulso firme y lógica cocainómana. Pero, lamento reconocerlo, no se encontrarán con eso.

Quiero que se me entienda bien. La película es un canto al cine y, probablemente, si no hubiera generado las inevitables expectativas enunciadas, este decorador estaría glosando sus virtudes (porque las tiene y muchas) por encima de sus defectos (menores pero presentes, asibles, fácilmente identificables). Y es que la sensación que El irlandés transmite es un tanto cadavérica o mortecina, como si la edad que aqueja a sus protagonistas lo impregnase todo. La lógica actual es diametralmente opuesta a la del Hollywood clásico. Antes, los directores y actores mejoraban con los años como los buenos vinos. Ahora, salvo notables excepciones, suele pasar lo contrario. Y eso le pasa a los pilares de esta entrega, a la que le falta el pulso, la tensión, el ritmo y la fluidez que antaño fueron santo y seña de sus rostros visibles.

Joe Pesci está colosal, eso es verdad, qué lástima que no se haya prodigado más en los últimos años. Pacino un poco pasado de rosca. Y Robert de Niro, que, para este crítico, llegó a ser el mejor actor del mundo en los ochenta, regresa de entre los muertos para entregar una interpretación eficaz, muy por encima de los trabajos de las últimas dos décadas, que lo habían encuadrado en la mediocridad total. Aún así, no es su mejor actuación ni se le acerca, quizá demasiado mayor para interpretar un personaje violento y salvaje, que pega palizas que resultan tan poco creíbles como el propósito de enmienda de un sacerdote pederasta.

Asistimos a un espectáculo corto de pirotecnia, a un cine que se referencia más en sus propios códigos que en las oquedades de la vida. No sorprende, no deslumbra y, sobre todo, a excepción de retazos sueltos y desperdigados, no emociona.

Todo es correcto, en realidad, en esta obra. Pero se queda ahí. Sin exceso, sin pulsión de vida y sin escándalo. Ni siquiera tiene la irregularidad de otras películas de Scorsese. La sensación al acabar es fría y desabrida como puchero de pobre.

Es una buena película pero no es una obra maestra. Y los que amamos el séptimo arte esperábamos muchísimo más. No se hace larga a pesar de su kilométrico metraje, pero tampoco corta. Todo el rato ese regusto, esa percepción… ni chicha ni limoná.

El irlandés es, en fin, puro Aristóteles, puro justo medio, equidistancia entre el vibrar y el asqueo. Corrección, ya se ha dicho, para un arte, el cine, que soporta mejor las obras imperfectas y extremas que las mesuradas…

Y más aún si hablamos de Scorsese.

Disfrútenla, no obstante. Sobre todo los neófitos en el director y el cine como fenómeno artístico. Después, no lo olviden, vayan como locos a por Toro Salvaje, Casino, Taxi Driver o Uno de los nuestros. En ellas verán a los mismos protagonistas, pero en auténtico estado de gracia. Exponentes de ese cine que se muere y que ya no pueden facturar ni tan siquiera ellos mismos. Dura condena.