Lo que hemos vivido tiene un sabor agridulce, como suele ocurrir con todo momento que tiene el potencial de ser una referencia de aprendizaje y de construcción de un nuevo futuro. Hemos perdido a muchas personas y las consecuencias y sus causas están presentes y ocupan nuestras reflexiones, nuestra ira, nuestros miedos y nuestras incertidumbres. Pero nos atrevemos a afirmar que hay algunas certezas que ya nadie podrá cuestionarnos, ni hacernos vacilar en nuestra afirmación y reafirmación de que la clase trabajadora es una y una su tarea histórica.
Los ataques del sistema a esa afirmación han sido y van a seguir siendo contantes. Su objetivo es “diversificar” las consecuencias de la explotación, implementando diferentes grados de precariedad (trabajadores fijos vs temporales; de empresa o de subcontratas o ETT; jornada completa vs parcial; por cuenta ajena vs “emprendedores”; con Convenio Colectivo vs “negociando su contrato”; con representación sindical vs “libertad individual”; con salarios “antiguos” vs “modernos”; con papeles vs sin ellos; jóvenes vs mayores; hombres vs mujeres; nativos vs migrantes; empleados vs parados; y un largo etcétera de casuísticas que parecen hacernos perder en un mar de “diferencias” que hagan imposible tener causas comunes por las que luchar.
El objetivo del sistema es claro: provocar nuestra desunión con sus herramientas de explotación, multiplicando así el efecto devastador y falta de contestación, o mejor dicho, de capacidad de la clase obrera de revertir la situación, algo objetivamente posible por su número. Frente a ello, la capacidad de ver colectivamente, que lo determinante son las causas y no las consecuencias, y que en las causas está la unidad de intereses comunes, y la herramienta de lucha más poderosa, la unidad, desde la solidaridad que provoca la identidad común.
Y a esa capacidad de vernos y reconocernos, se ha sumado otra capacidad, que siempre estuvo ahí, pero que a veces la realidad del día a día, la huida del conflicto por insoportable individualmente, nos hace olvidar, incluso obviar; pero que esta pandemia nos la ha vuelto a poner en su lugar, en nuestro día a día, en la defensa cotidiana y primaria de la vida, literalmente. Es la clase trabajadora, cada día, la que sostiene la vida, la que mueve el mundo, para el acierto o para el error. Lo esencial se ha desvelado, y las y los esenciales se han revelado.
El discurso plagado de realidad del movimiento feminista en los últimos años, situando la vulnerabilidad como un elemento a reconocer para valorar en su justa medida las tareas de cuidados y hablar de producción y reproducción; y la necesaria sororidad e identidad de género para luchar contra el patriarcado, es la herramienta más poderosa que el movimiento obrero tiene también para luchar contra el capitalismo. Si la lucha feminista es del sujeto colectivo oprimido, de las mujeres por el hecho de ser mujeres, la lucha del movimiento obrero es del sujeto colectivo oprimido, de las y los trabajadores por el hecho de serlo.
Y estos dos pilares (patriarcado y capital), de un sistema injusto e incompatible con la vida, que ya hemos aprendido sufriendo la enfermedad, la pobreza y la muerte que provoca, solo serán derrotados y cambiados desde esa capacidad de entender las causas de nuestras realidades y coser las redes que tejen la supervivencia ante las consecuencias, con unidad y solidaridad que construyen las alternativas para una vida digna, colectiva e individual.
Las lecciones prácticas que supone esta pandemia es, precisamente, que la vida individual no es posible sin vida colectiva. Que lo que le ocurra a mi vecino, tenga la edad que tenga, o a un ser de mi especie a miles de kilómetros, condiciona mi vida, de manera real y tangible, cotidiana.
Que lo que le ocurra a mi compañera de trabajo, sean cuales sean sus condiciones y quién la tenga contratada, me influye a mí y viceversa.
Que los servicios públicos que tengamos, sea cual sea el uso que yo pueda prever o haga de ellos, me influye a mí y a los míos.
Que las organizaciones de la clase obrera, políticas, sindicales, sociales, son necesarias y cuanto más fuertes sean y mayor sea el compromiso, mayor capacidad para que el pueblo salve al pueblo.
Que los poderes públicos no pueden estar al servicio de multinacionales globalizadas y domiciliadas en paraísos fiscales, sino de lo público y de lo común. Y que cada parte de lo público que se ha regalado, esquilmado, enviado a la gestión de las manos privadas, es un boomerang contra los derechos de todas.
Que de aquí es el que vive aquí. Ni más ni menos. Y que en la mayoría de los casos están aquí para no morir de hambre o guerra allí. Tú también huirías buscando la supervivencia. Tú también te quedarías en tu lugar de origen si pudieras tener una vida digna allí. Y que el sentido de las organizaciones internacionales y las instituciones supranacionales, no puede ser el de voceros y facilitadores del movimiento del capital, o de inquisidores de ilegítimas deudas y policía de asesinos bloqueos, sino de identidad de especie con un único planeta en el que vivir.
Y con todo lo aprendido, hay que ponerse manos a la obra. Nunca más la clase obrera podemos ser espectadoras de lo que otros sujetos, incluso intangibles, nos tengan reservado o planeado. La clase obrera ha demostrado ser lo mejor del presente y eso nos sitúa en el lugar preferente para reconstruir un país, una Europa, un mundo mejor, desde la conciencia de lo común y de lo necesario. Hacerlo posible es cosa de todas y hay que organizarse más y mejor para la ingente tarea que tenemos por delante. Ni un paso atrás vamos a permitir, porque no queremos dejarnos a nadie atrás. Porque si nos tocan a una, nos tocan a todas. Porque no estamos al servicio del capital, de la especulación, de la usura y del crimen, sino al servicio de los pueblos, de sus gentes, de la economía productiva, de la justicia social y de la igualdad.
Secretaria del Área de Movimiento Obrero del PCE